Año 15, número 189.

Fotografía: Jaqueline García

Juan Valdovinos Martínez

No hace mucho tiempo llegué a Zapotlán el Grande. Habrá sido 2003 —puesto en palabras y desandado en el calendario, en realidad sí parece bastante tiempo—. Lo visité en variadas ocasiones, antes sólo en época de vacaciones, cuando vivía en Querétaro. Después tuve la fortuna de habitar ese valle durante diez años.

Estudié la secundaria, la preparatoria y la universidad —estas dos últimas en la Universidad de Guadalajara— en sus empedradas calles, ahora muchas de ellas cubiertas con concreto. Vi a las mejores mentes de mi generación hacer tantas cosas: extraviar todas las pelotas de frontón en las canchas de Las Peñas, contagiarse de conjuntivitis luego de nadar en las aguas de su laguna, perder el conocimiento en la helada cumbre del nevado.

Los vi también pedir aventón hacia el centro en una esquina al norte, donde se unen las avenidas Colón y Federico del Toro, y subirse a las cajas de las camionetas más destartaladas (algunas personas se cayeron), pero también a los asientos de piel más lujosos —cuando hubo suerte— para observar esa larga calle a través de vidrios polarizados. Los vi sentarse por horas afuera del Bancomer, donde antes había sólo escaleras, desde donde podían ver el transcurrir de la ciudad enmarcado entre sus portales, como si fueran viñetas de una antigua película. Ahí vieron cómo las calles se convirtieron en fuentes danzarinas.

Algunas de esas personas se fueron una noche, o una noche supimos de su partida. Caminaron hasta encontrar una cueva dónde echar raíces, se sumergieron hasta el otro lado del mundo en estanques artificiales, pidieron un aventón entre tornados de besos o encontraron una quinta dirección en Cuatro Caminos. A ninguna de esas personas le dijimos adiós porque la prisa de su paso nos lo impidió.

Otros, según supe, lograron copiar lo mejor de los paisajes zapotlenses en lienzos, pieles y paredes; asir sus historias en compases y armonías, rescatar con su pluma las memorias de sus hijos sin lustre. Eran todos apenas unos quinceañeros o quinceañeras allá a mediados de la primera década de este siglo. Cargaban una guitarra y aullaban las canciones de Caifanes, Héroes del Silencio, algunas baladas y blueses en inglés. Se metían quince en un Tsuru para comer carnitas en Espanatica o visitar los balnearios de Tuxpan una tarde de pinta en la prepa. Sesenta pesos alcanzaban para alimentar a la mitad del salón en los tacos Joven del centro, en una ambrosía de tacos de cuatro tortillas, a veces más.

Eran parte de un paisaje de cañas ahora transmutado en aguacates y zarzas. Esperaban al término del semestre para visitar el frío de Mazamitla y jugar póker y tomar ponche. Llenaban autobuses para visitar la FIL o para rellenar sillas de algún hueco mitin en Guadalajara.

Antes de dejar la prepa ya conocían casi todo, o al menos eso creían: la cerveza y el café, el amor y la piel, pero desconocían tantas otras cosas, como dónde estarían a los treinta, así como ahora tampoco saben dónde estarán o quiénes serán a los cuarenta, ahí, cercanos, asomándose con sorna entre la media luna. Entonces nadie sabía qué sería en Zapotlán de grande.

juanvaldovinosm@gmail.com