Año 15, número 193.

A la distancia comprendo que Vicente Preciado Zacarías es de las experiencias más importantes que han sucedido en mi vida

Ricardo Sigala

El infinito laberinto de las causas y los efectos me trajo a esta ciudad del Sur de Jalisco una tarde de septiembre, corrían los mediados de los años noventa, yo estaba iniciando un taller literario en la Casa de la Cultura y su hija Cristina me había insistido en que tenía que conocer a su padre, a quien rodeaba el aura casi mítica de ser amigo cercano de Juan José Arreola. Arribé a la casa de la calle Quintana Roo que me recibió con una leyenda ubicada encima de la chimenea: “Vieja leña que quemar, viejo vino que beber, viejo libro que leer, viejo amigo que tener”. La frase es de Alfonso X el sabio, un autor al que yo había leído con pasión, pero del que nadie, o casi nadie, entre mis conocidos tenía noticias. Esa fue la primera sorpresa y el primer guiño de complicidad que se prolongaría durante más de 26 años. Desde entonces hemos compartido la mesa y las lecturas y me ha sido dada una amistad que ha durado la mitad de mi vida. A la distancia comprendo que Vicente Preciado Zacarías es de las experiencias más importantes que han sucedido en mi vida.

Cuando queremos hablar de algo que nos gusta o de alguien a quien queremos y admiramos solemos ser víctimas del desbordamiento, del dique reventando por el entusiasmo, mientras los otros miran con asombro el torrente a la distancia, con temor de ser arrastrados por el furor interno, he buscado por todos los medios la mesura en esta intervención, y espero poder conciliar ambas condiciones no desafinar el día de hoy que hablamos sobre Vicente Preciado, el decano de la ciencia y el humanismo en esta ciudad.

He tenido la dicha de hablar y escribir en variadas ocasiones de mi maestro y amigo y temo repetir lo ya dicho: hablar de su infancia y juventud en los resabios de la guerra cristera; hablar del pionero de la ciencia odontológica en nuestra universidad y en el país; de su influencia en todo América Latina con su histórico libro de texto; de sus viajes como científico por América y Europa; de los premios recibidos en México y en el extranjero. También podría hablar de su temprana inclinación por la cultura; de su amistad con Arreola y de sus Apuntes de atento y agradecido discípulo; del bibliotecario; del editor que resucita a los clásicos literarios de la región; del autor de memorables epistolarios; del excepcional periodista cultural que fue durante cuatro décadas; del prologuista y del bibliófilo. Otra faceta a abordar podría ser la de profesor, primero en la Facultad de Odontología, en donde fundó el Departamento de Endodoncia, o en la Preparatoria Regional de Ciudad Guzmán donde formó generaciones de jóvenes en el humanismo, o en la licenciatura en Letras Hispánicas del CUSur, de la que es fundador y, en gran medida, artífice. Incluso es posible hablar de su etapa como regidor, de la que se tienen buenos recuerdos, o de la presencia de su nombre en la ciudad como un digno homenajeado: en Zapotlán la Casa del Arte, una biblioteca y una calle se llaman Vicente Preciado Zacarías. Pero esas cosas ya las he dicho antes y son de sobra conocidas. Así que he decidido hablar de un Preciado más íntimo, o por le menos poco conocido.

Entre las incontables ocasiones que hemos conversado, alguna vez me contó que en su juventud practicó el alpinismo, que con un grupo de amigos salía en busca de cumbres por conquistar, puede incluso que me haya mostrado algunas fotografías. Me pareció lógico que una persona como él tuviera esa afición, que implica disciplina, resistencia, fortaleza, reto, esfuerzo, y que además tiene la connotación de libertad, de cercanía del cielo, de conquista. Quien arriba a una cima ve el mundo desde una óptica privilegiada, tiene un panorama al que pocos acceden. Escalar una montaña connota trascendencia, en El Fedro y El Banquete, Platón afirma que el alma humana opera en ascensión. Me gusta la metáfora del alpinismo porque es una representación de la trayectoria del doctor Preciado: un niño sin escuela formal que es amante de los libros; un joven de provincia que emigra a la capital para hacer estudios universitarios; un estudiante de la universidad que logra trascender en la ciencia a nivel nacional e internacional; un científico que es además humanista; un dentista de barrio, como dice él, que se convierte en el interlocutor cotidiano de Juan José Arreola durante ocho años; el profesor que se consolida como maestro emérito. En fin, una historia de ascenso.

También el maestro Vicente Preciado Zacarías me habló, en repetidas ocasiones de otra afición, la del buceo. Me dio los nombres de algunos de sus compañeros de aventura, incluso hace poco todavía tenía en su casa un antiguo tanque de oxígeno como evidencia de aquellos tiempos de inmersión. En este caso el maestro fue más concreto respecto a esa práctica, me contó de la conciencia de la condición de soledad del ser humano ante la inmensidad del mar, de la vida dependiendo del compañero en turno o viceversa, de la muerte revelada como una realidad latente. Recuerdo la escena en que un inmenso mero se detuvo frente a él como una extraña deidad ignorante del mundo, amenazante e inofensivo a la vez. Me habló de las épocas del año en que el mar es frío o templado, claro o turbio, cuando se presenta fauna peligrosa.

La inmersión en las profundidades se presenta como la antítesis del ascenso a las alturas y cualquiera podría imaginar que son actividades incompatibles. La inmersión en el mar implica el descenso en el abismo, el misterio, pero también otra conciencia de las cosas, de las cosas del mundo y de las del sujeto interior. Ante esta dicotomía pienso también en las partes del viaje iniciático que exigen el descenso antes del ascenso, el viaje, la exploración, la búsqueda, como un emblema de camino al conocimiento: Odiseo, Eneas, Dante pasan por el infierno (es decir el espacio inferior, el abajo) antes de cumplir con sus objetivo o encomienda. Borges baja a un discreto sótano de la calle Garay en Buenos Aires para dar con el Aleph, el punto en que coinciden todos los puntos del universo. A este sistema pertenece Vicente Preciado Zacarías. Y aquella aparente incompatibilidad es el terreno propicio para la conciliación de las ciencias con las humanidades, esa zona en que Preciado se desempeña con naturalidad.

Hace poco tiempo, antes del inicio de la pandemia, Vicente Preciado me regaló una lámpara de ferrocarrilero, como la que usa el guardagujas del cuento de Arreola. Está inspirada en los antiguos modelos de hace un siglo, es color rojo, y funciona, el maestro tuvo el detalle de cargarla con el material combustible, un aceite que se consume de a poco, recuerdo que la encendimos con una viva nostalgia por los tiempos idos. Preciado insistió en que era como la del guardagujas del cuento. Ahora que lo pienso creo que el regalo es también una metáfora de la luz necesitamos para orientarnos en la noche como el maquinista que conduce una locomotora, pero también es la luz que guía al alpinista en la bruma de las alturas, o al buzo en las profundidades. Y ésta quizás sea también una metáfora que me ayude a definir a mi maestro y amigo: una luz en la noche, un faro en la borrasca con que a veces se presenta la vida.

Sé que estas dos actividades pueden no ser importantes para muchos, y es probable que ningún biógrafo las considere, sin embargo, yo las tengo tan presentes como aquella leyenda de Alfonso X el Sabio, como su amor por los libros y su devoción por Arreola y López Velarde, como su estricto compromiso de profesor y su sagrada idea de la amistad. Esta lucha de contrarios se me presenta como una radiografía intelectual y espiritual de Preciado Zacarías, porque su vida, que ha tendido hacia las alturas, también ha conocido la experiencia de los abismos, de las profundidades, ha tenido el aprendizaje de la caída y de la noche oscura del alma como la nombró San Juan de la Cruz; no obstante el maestro ha sabido hacer una obra, que palpita en sus libros, en su labor editorial, en su conversación, en su docencia, en sus artículos periodísticos, en la amistad. La metáfora del ascenso y el descenso muestra a ser humano más allá del personaje de enciclopedia o de la imagen abstracta del homenaje cívico. Borges dijo que el tiempo es la sustancia de que estamos hechos. Si esto es verdad entonces aquellos que hemos recibido la influencia de Vicente preciado Zacarías ya estamos hechos de la materia de sus obras, de este preciado tiempo que hemos compartido, que nos constituye y reconstituye y nos acompañará por siempre, como una lámpara alimentada por un inagotable aceite.

ricardo.sigala@cusur.udg.mx