Año 15, Número 197.

Doña Amalia es oriunda de Michoacán, estado en el que pasó más de cuarenta años de su vida, para después mudarse a Zapotlán el Grande

Fotografía: Yair Ac

Evangelina Bolitocha

Conocí a doña Amalia entre el vapor de los elotes calientes que emanaba de la vaporera, tan populares en México y más que nada en Zapotlán el Grande. Ahí, en una carretilla labrada por los golpes del tiempo, no sólo había elotes sino chayotes cocidos, de esos que tienen espinas. Ella afirmaba que esa variedad es la más sabrosa. En aquella carretilla había un bote con salsa que ella misma preparaba en el molcajete “amortajada” la llamaba; chiles secos de árbol pasados por el comal y un poco de agua y sal, además, posaban sobre la carretilla rodajas de limones grandes y amarillos, cosecha de su jardín, y por supuesto, sal de grano, la que más se usa en Zapotlán el Grande. Esa era doña Amalia hace cuatro años, en aquel entonces tenía 97. 

A finales del 2021 me reencontré con ella, esta vez no fue el destino, sino las ganas de volver a verla, de hablar con ella, de saber cómo estaba y quizá, arrancarle secretos sobre su larga existencia. La buscamos para esta entrevista, y como siempre, doña Amalia volvió a cautivarme, no sólo a mí, sino al fotógrafo de mi equipo. He de confesar que tenía mucho miedo de saber que quizá no la encontraría, además del tema del Covid, pensé, quizá no sobrevivió, quizá ya no era la misma. Pero Doña Amalia a sus pasados cien años era más doña Amalia que nunca; la esencia pura de alguien que transcurre la vida a un ritmo propio sin quedarse atrás. He aquí los pincelazos de vida de una mujer de Zapotlán el Grande que ha vivido más de cien años, que se mueve entre un mundo acelerado, entre nuevas generaciones, que festeja la vida: lo bueno y lo malo, con la naturalidad con que disfruta de un plato de frijoles recién cocidos.

Doña Amalia es oriunda de Michoacán, estado en el que pasó más de cuarenta años de su vida, para después mudarse a Zapotlán el Grande y criar a la segunda tanda de hijos que vinieron con ella y su esposo. Vivió en varias colonias como los Guayabos por más de veinte años, más de treinta años en la colonia Solidaridad que se formó tras el terremoto del 85, y en la cual ella fue una de las pioneras; compró su casa a dos mil pesos. En cada colonia construía un universo de memorias y evoluciones, donde ella era protagonista y testiga de las transformaciones de la ciudad. Ahora radica en la colonia más popular de Zapotlán, Constituyentes, o la “Consti”, como la mayoría la conocen. Mi primera impresión al verla fue extrañeza, era doña Amalia sí, pero a la vez era otra, una más antigua, que, aunque escuchaba, ya no lo hacía tan bien como la última vez, ahora utilizaba las manos como si a través del tacto pudiera ver lo que sus ojos no logran percibir. Al principio no lo recordó, no recordó quién era yo, pero tras una caricia y una sonrisa de ambas, lo supimos; ambas éramos las mismas con matices del presente. Me cautivó de nuevo, tenía muchas preguntas que hacerle; preguntas que sólo contestó a pinceladas matizadas con la sencillez de su lenguaje. Pinceladas que fueron más sustanciales que si hubiera sido una entrevista lineal. 

Habló de su infancia y de su madre. De su infancia dijo que “era feliz, jugaba mucho”. Tras la pregunta sobre si recordaba a su esposo a menudo, respondió entre risas: “No, casi no” ¿Estaba enamorada cuando se casó? Ella dijo: “Quizá, era bueno” y volvió a reír. Después cerró los ojos y dijo: “Últimamente sueño a mi madre, la sueño mucho, la veo clarita, como si estuviera aquí”. Al escucharla me pregunto qué representa soñar a tu madre a los cien años, verla nítida en esa memoria centenaria, qué sentimientos evocan esas imágenes; preguntas que no tendrían respuesta, pero siempre aguardarían mi propio recuerdo de esa mujer tan especial. 

El fotógrafo de mi equipo tenía mucha curiosidad por saber en qué se basaba su alimentación, y la respuesta de Doña Amalia nos sorprendió, ya que ella dijo: “Frijolitos recién cocidos, sopita. Fíjate, yo casi nunca he comido carne, a mí me gustan mucho los frijolitos, y me gusta cocerlos en leña, aquí atrás. Le encargo a mi hijo leña y él me la trae”. Además nos dijo que ella misma cocinaba la mayoría de las veces, también agregó: “Yo siempre he comido bien, allá en Michoacán teníamos vacas, caminaba dos cerros y me tomaba un litro de avena con la leche que ordeñaba en la mañana. Ahorita yo me digo:“No, si estás pobre es porque quieres, por floja, porque puedes hacer dulce de leche y vender”, yo me enseñé desde chiquita a trabajar, vendía cazuelitas de barro y se me llenaba el pañuelo de monedas, me enseñé a siempre traer dinero en la bolsa, después vendía comida, siempre vendí comida”. 

¿Cómo es el día a día de una mujer como ella?: “Me gusta tener amigas, ir a fiestas, acabo de llegar de una” dice entre risas, y vuelve a repetir: “Siempre hay que tener amigas”. Doña Amalia, según nos contó, vive con dos nietos, su hijo más chico vive en la parte de arriba de su casa con su familia. Los días transcurren entre las necesidades básicas, porque doña Amalia lava su ropa a mano con la fuerza de sus brazos de cien años, hace sopa aguada y la prueba con su paladar antiguo, con sus piernas que tienen cien años camina por las calles de Zapotlán, con sus cien años recuerda el rostro de su madre, platica con las vecinas que son sus amigas y duerme profundamente cuando el cansancio de sus cien años la cobija. No sufre de insomnio, ni de falta de apetito, agrega que ella nunca se ha enfermado: “Nunca me he enfermado ni de una gripa”, esa es doña Amalia, una mujer que tras dos años de pandemia ni siquiera se ha enfermado de una gripe.

Estar frente a una persona que ha vivido más de cien años es algo extraño y maravilloso, pero en el caso específico de doña Amalia, es una experiencia extraordinaria y profunda; percibir una sobriedad y una existencia que prevalece fuertemente, que emana naturalidad y paz. A su lado me encuentro tranquila, influida por ese disfrute que ella posee de la vida. Porque como ella misma respondió: “No me he cansado de vivir, me gusta vivir”.

Desde el primer momento que nuestros caminos se cruzaron fue algo que me llenó de dicha, que me hizo pensar en cosas que generalmente pasan desapercibidas; secretos de una gran amiga, doña Amalia es mi amiga, una que me ha enseñado cosas importantísimas sobre la existencia como esa frase inolvidable que un día me dijo: “Uno sabe donde empieza, pero uno nunca sabe dónde acaba”. Lo he comprobado, sabemos dónde iniciamos, más nunca dónde terminaremos. La vida tiene secretos que sólo se les revelan a ciertas personas, y para eso necesitamos tener bien abiertos los ojos y los oídos, porque esos secretos te ayudan a sobrevivir, pero en una supervivencia digna, con matices y texturas que se convierten en complicidad con la naturaleza y las épocas, eso pienso cuando hablo con Doña Amalia, ella es un secreto vivo, un tesoro de la existencia humana, y es Zapotlán quien tiene el privilegio de sostenerla.

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