Año 16, Número 215.

Danzando con la expresión original de la región Sur de Jalisco, los sonajeros tan llenos de vigor, energía y vitalidad en sus pasos y en sus movimientos ejecutan los sones de la flauta de carrizo y el tambor de doble membrana

Fotografía: Sergio Fajardo

Martín González

¿Cómo podemos mantener el equilibrio, el tejido y la articulación de los elementos vitales de este macrocosmos en que existimos los humanos y del microcosmos que habitamos en el Sur de Jalisco y en cada una de sus localidades? ¿Cómo podemos equilibrar en su punto exacto todos los componentes que intervienen para que los sureños consigamos estar en pie, por medio de la fertilidad de la tierra, la producción de semillas, plantas, frutas y verduras, la suficiente agua, el aire y los rayos del sol? ¿Cómo podemos saber quiénes somos cada una de nosotras, nosotros y nosotres? ¿Para qué venimos a existir en esta vida, en esta tierra?

Precisamente lo podemos lograr por medio de la danza colectiva como ceremonia, ritual y baile de merecimiento. En concreto, danzando con la expresión original de la región Sur de Jalisco, los sonajeros tan llenos de vigor, energía y vitalidad en sus pasos y en sus movimientos ejecutan los sones de la flauta de carrizo y el tambor de doble membrana, ponen en permanente movimiento el corazón, el rostro y el cuerpo de la cofradía entera (in ixtli in yolotl), organizan y llevan a cabo (en los barrios de la ciudad) las dignas danzas tradicionales (mitotillis macehualiztlis), con su ofrenda y sacrificio corporal cíclico, constante y prolongado que en determinadas circunstancias llevan a alcanzar vivencias de éxtasis mítico. Todo esto como sacrificio y ofrenda digna al Dios de la vida, de la creación y de la historia; la suprema dualidad creadora Ometeotl, señor y señora de nuestro sustento, Tonacatecuhtli-Tonacacíhuatl, quien siempre está cerca y por quien tenemos vida e Ipalnemohuini, corazón del cielo y corazón de la tierra.

“Poco a poco los danzantes van entrando en una vorágine multicolor –nos comparte Isidoro Jiménez Camberos historiador y antropólogo de la región Sur de Jalisco­– a través de la cual, guiados por la circularidad de la música, entran en concentración. En ese proceso llegan en un primer nivel, a un reencuentro consigo mismos en el fuerte diálogo interno, en el cual revisan su vida, sus condiciones, sus relaciones, sus proyectos. No es raro observar en esos momentos lágrimas que escapan de los ojos de algunos integrantes de la cuadrilla. Después de cierto periodo de tiempo en la ejecución de los sones, la dinámica de la danza lleva enseguida al sonajero a un nivel más profundo […] y cuando el danzante lo alcanza, entra en una modificación radical de su estado de conciencia […] En esta nueva condición, el sonajero pierde la noción del tiempo y del espacio […] Es entonces cuando el creyente entra en una auténtica comunicación con Dios, es cuando sucede la verdadera oración. De ese estado regresa el sonajero al del diálogo interno y viceversa, quedando –mientras ejecuta la danza– en un mundo ajeno y lejano del cotidianamente vivido: un mundo místico y mágico al que sólo él tiene el privilegio de acceder a través de la danza”.

De esa manera –viniendo desde el tiempo y espacio del ritual de sonajeros­– se equilibra de nuevo el mundo; se frenan los daños, perjuicios y excesos en la naturaleza y en la sociedad; se cerca y arrincona al mal y a los malos, suscitándose experiencias colectivas de auténtica alegría, salud, respeto y fraternidad. Es algo de lo que descubrió en las Danzas de Sonajeros la Doctora Enriqueta Valdez Curiel y su equipo de investigación, bajo signos de cabal salud.

De acuertdo con Valdez Curiel, las Danzas de Sonajeros promueven conductas y estilos de vida física saludables, dan apoyo colectivo que amortiguan los estados de estrés y aislamiento, desarrollan emociones positivas, despiertan pensamientos de esperanza, optimismo y expectativas tanto personales, como familiares y colectivas.

La Sociedad de Neurociencia señala que la danza no es sólo un ejercicio físico, sino que genera nuevas neuronas (neurogénesis) y sus correspondientes conexiones. Estas conexiones son las responsables de adquirir el conocimiento, el pensamiento y la acción. La danza estimula la vibración del factor neurotrópico de proteínas derivadas del cerebro; éste promueve el crecimiento, el mantenimiento y la plasticidad de las neuronas, imprescindible para el aprendizaje y la memoria. Además, danzar hace que las neuronas sean ágiles y que se conecten entre sí creando nuevas sinapsis. La plasticidad neuronal o neuroplasticidad es la capacidad que tiene el cerebro para cambiar a lo largo de la vida. Por lo tanto, no hay mejor medicina para una persona que danzar señala la neuropsicóloga Koncha Pinós-Pey. Es mejor mantener por siempre y para siempre un rostro, corazón y cuerpo en movimiento; porque la danza es alimento para el cerebro.

En definitiva, mediante la Danza de Sonajeros, los danzantes son transfigurados en nuevos hombres, mujeres y otres: firmes, bien cimentados, con identidad propia y una clara misión en el mundo y en la historia. Asumiendo en sí mismos la identidad danzante, convirtiéndose por siempre y para siempre en mitotianis cenamic neltiliztli ollin yolotl in tequio, es decir, están en pie, bien cimentados y enraizados como la verdad, generando un movimiento vital desde el interior de cada uno y envolviendo al barrio, al pueblo, al mundo y al cosmos entero mediante un trabajo ritual en común; reconciliados con su interior (su rostro y su corazón in ixtli in yolotl), con su pasado personal y familiar, con el entorno natural y social y consigo mismos en su ser y su actuar. Dejando de ser como hojas sueltas de un árbol, que el viento arrastra para donde quiere, y retomando la capacidad de dirigir su propia vida. Así lo dijo el sonajero Juan Miguel De la Cruz Marcial en 2007, al cumplir veinticinco años de danzante: “Le agradezco a Dios por el don de la vida y la gracia de ser sonajero. Considero que como persona he tenido muchos tropiezos, enfermedades que me han hecho madurar como ser humano y como zapotlense que defiende y ama sus tradiciones […] Sé que cada sonajero tiene su historia, pero todos danzamos por fe. Y no nos avergonzamos, pues ser sonajero es un orgullo y una bendición, pero es bueno ver que bailamos por convicción y nunca por una imposición. La cuadrilla es un cuerpo donde no todos pueden ser cabeza, ni todos pies, pero cada miembro es muy importante y todos se necesitan para poder caminar, oír, sentir y hacer vibrar a la Madre Tierra que nos vio nacer y más tarde nos recibirá […] Para mí, Juan Miguel, es un honor cumplir 25 años de Sonajero”.

Aún más, toda la población que de algún modo entra en contacto íntimo, respetuoso y empático con las danzas de sonajeros, son impactados y transfigurados por la metamorfosis incluyente que ellos propician en los cuatro horizontes o rumbos del universo. Ejemplar es el caso del artista escultor Ramón Villalobos “Tijelino”, quien ya no pudo olvidar la favorable impresión y asombro que despertaron en su vida las danzas de sonajeros la madrugada en que fue sorprendido por el rítmico sonar del tambor, la melodiosa flauta de carrizo y el inigualable compás de los pasos de los sonajeros que golpeaban con fuerza el empedrado de las calles de Zapotlán en los años sesenta. Entre sollozos, invadido de la emoción del recuerdo, “Tijelino” decía: “¿Cómo olvidar aquella mágica visión de mariposas en vuelo, los sones, los movimientos, el color de su vestuario, el canto subyugante de sonajas y el grito que sale de lo más recóndito de su corazón…Uuuuuh?”. Y por honrar de palabra y de obra la práctica ritual de los sonajeros, Ramón Villalobos fue reconocido en vida como Sonajero Honorario y Benefactor.

También el renombrado odontólogo y lúcido escritor Vicente Preciado Zacarías, percibiendo a los sonajeros como una danza que expresa un sentimiento de exultación y energía mística, de culto y profundidad religiosa que a todos nos envuelve y vuelve danzantes, a sus 86 años de edad reconoció un impulso interior que fustiga su vanidad ilustre: “Yo quisiera despojarme de la vanidad que aún me excede y salir una noche de éstas de octubre a un callejón de Zapotlán y unirme a una cuadrilla de sonajeros, y bailar y bailar, hasta olvidarme que soy humano y que pronto voy a morir. Y quisiera morir… danzando. Golpeando con mis pies esta tierra noble y entrañable que es la tierra de mis abuelos, la tierra de mis hijos y mis nietos”. Deseamos sinceramente que haya cumplido este deseo el Maestro Vicente.

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