Año 13, número 144.
Ramón Moreno Rodríguez
En estas cuestiones de la lengua entendemos por acento el tono de voz más alto en una de las sílabas que constituyen una determinada palabra, siempre que esté formada por dos o más sílabas. Por lógicas causas, los monosílabos (no, de, él, más) todos se consideran agudos puesto que no hay otra disponible dónde descargar ese tono más alto. La lengua española, al igual que la latina, de la que procede, está mayoritariamente constituida por vocablos graves. Es decir, la inmensa mayoría de las palabras que conforman nuestra lengua llevan ese tono de voz más alto en la segunda sílaba contándolas de derecha izquierda. Tal sucede con casa o lápiz o cardumen. Todas tres son graves y por lo tanto se pronuncia ese tono con mayor intensidad en la segunda sílaba, independientemente de que se les escriba o no la tilde.
Otro tanto sucede con los apellidos, que con frecuencia se constituyen con locuciones graves; ahora bien, muchos de éstos están construidos con el sufijo -ez que, como sabemos, significa, “hijo de”. Así tenemos que López significa el hijo de Lope, Pérez el hijo de Pero, Rodríguez el hijo de Rodrigo. Estos tres ejemplos son graves y se les debe escribir la tilde en la segunda sílaba como queda dicho. ¿Por qué a algunas graves se les escribe la tilde y a otras no?
La causa se encuentra en las reglas del uso del acento que establecen que las voces graves deberán escribirse con acento cuando terminen en cualquier consonante que no sea “n” o “s”. Este es el caso de los apellidos que se constituyen con llanas que terminan en la consonante “z”. Si, por ejemplo, Rodrigues se escribiese con “s” no le deberíamos escribir tilde como sucede con los sustantivos perros o niños, que son graves terminados en “s”. Pero no es así, los apellidos se escriben con zeta terminal y mientras sean graves deberán escribirse con tilde. Por ejemplo, existe el apellido Flórez y también Flores. En estos casos al primero se le escribirá tilde y al segundo no.
Pues bien, de un tiempo a esta parte se ha introducido mucho en el uso de la tilde en los apellidos la falsa creencia de que a pesar de lo explicado no se les debe escribir acento a los que en principio lo deberían llevar, por ejemplo, Gómez, Yáñez, Martínez, etc. A lo largo de tantos años de impartir clases me he encontrado con alumnos que establecen una feroz resistencia a mis peroratas e insisten en que no, en que estoy confundido, que cosas de la lengua yo podré saber muchas, pero que de su familia yo no sé nada. Esta negativa a la corrección es impermeable, con mucha frecuencia, a toda lógica y decoro de la correcta escritura; incluso, algunos se ofenden tan ferozmente que tales pleitos han sido motivo de invocación de un sinnúmero de argumentos tan peregrinos que provocan risa y que en más de una ocasión intentan erigirse en autoridad lingüística o heráldica o ya de perdido, en autoridad dictatorial: porque así lo quiero yo. Y lo mismo sucede, dicen algunos alumnos, con sus padres (es que mi papá dice que así se debe escribir), o con la secretaria del registro civil (es que así está escrito en el acta de nacimiento).
A esta negativa a la corrección he respondido en algunas ocasiones que respeto las decisiones de sus progenitores en cuestiones de educación familiar, pero que soy yo y no su padre o la secretaria municipal quien tiene un doctorado en letras, que por favor asuma mi autoridad en estos menesteres. Vanos intentos han sido los míos en tales ocasiones, simplemente es no y no y no. ¿Por qué tanta negativa? A mi parecer tal situación se origina en dos hechos: el desconocimiento y un malentendido prestigio familiar. Me explico.
Vayamos con la inobservancia de las reglas ortográficas. En cierto momento en que se generalizó el uso de las máquinas de escribir en los registros civiles, supongo que fue por los años cuarenta del pasado siglo y esto sucedió porque se impuso un principio pragmático de que a las letras mayúsculas en tales artefactos no se les pondría tilde para evitar las dificultades técnicas de tener que acomodar el rodillo primero, el carro después y, finalmente, disparar la tecla de la rayita. Malabarismo no exento de admiración pero que podría terminar en accidente pues la mala puntería podría provocar que el signo se imprimiera sobre la n y no sobre la i.
Esta licencia mecanográfica se generalizó de tal manera y fue tan poderosa que a pesar de que ahora los modernos aparatos digitales no la necesitan, hay personas que se resisten a poner tilde a las letras mayúsculas y suponen que no se les debe escribir porque así lo decidió la Academia. En fin, la quimera se hizo tan poderosa que se generalizó en todo el ámbito hispánico, y esa afirmación no solo corrió por México (en los años en que no existía ni la globalización, ni la internet ni el wathsapp) sino también en Argentina, Perú o España. Incluso, la Academia guardó un silencio que facilitó la difusión de tal confusión. Llegué a oír a personas en las décadas pasadas afirmar taxativamente “es que la Academia ORDENÓ que a las mayúsculas no se les ponga acento. Digo que nunca hubo tal, además de que la Academia, dado el caso, no ordena, sino que propone.
En 1999 (¡hace veinte años!) por fin dicha institución se deslindó de tal enredo. En su Ortografía de la lengua española tomó partido por la corrección y sin ambages afirmó en la página 18 de su manual que: “El empleo de la mayúscula no exime de poner tilde cuando así lo exijan las reglas de acentuación. Ejemplos: Álvaro, SÁNCHEZ”. ¿De algo sirvió? De casi nada. ¿Y qué tiene que ver el uso de las mayúsculas con los acentos en los apellidos y el prestigio familiar? Pues esto se relaciona con lo que venimos describiendo y me permitirá concluir las presentes reflexiones sobre el uso que hacemos de la lengua.
Cuando los alumnos se aferran a que sus apellidos deben escribirse sin tilde, a diferencia de como les exijo que lo hagan, alguno ha habido que a la sesión siguiente me muestra su acta de nacimiento y en efecto ahí aparece el MARTINEZ O EL GONZALEZ sin tilde y en letras mayúsculas. Sin inmutarme les he contestado: puesto que revisaste con sumo cuidado este documento, te sugiero que observes que en la parte final la palabra MEXICO está escrita sin tilde; ¿Qué crees que signifique eso?
¿Cuál ha sido el resultado de tal explicación? Ninguna. Ramón está equivocado y más le vale que acepte que Fulanito seguirá apellidándose MARTINEZ y si me aferro, mejor sería que me vaya preparando para que en el siguiente ensayo que me entregue, si usa la voz México, no me deberé extrañar que aparezca ésta sin tilde, porque así lo dispuso la secretaria del registro civil de San Felipe Tildes Mochas. Esta defensa de la incorrección tras un acta de nacimientos se explica por el referido mal entendido prestigio familiar o quizá por el temor a meterse en líos con las autoridades civiles. Veamos.
En una ocasión un padre de familia me aclaró que su apellido se escribía sin tilde porque ellos pertenecían a la rama de los PEREZ sin tilde, que es una muy otra y de mucha más alcurnia que la de los Pérez atildados que es, a todas luces, una raza inferior y envilecida por los oficios mecánicos. ¿Qué hice ante tan absurda explicación? Reírme, por supuesto. Contesté amablemente: tiene usted razón, señor, en defender un linaje sin mácula ninguna de una oscura tilde que vaya usted a saber cuál sea su origen. Y así continué mi locuaz perorata: alguna persona conozco que posee el infamante apellido Manteca, propio de judíos, y jamás han querido dejar de utilizarlo, aunque sea afrentoso, porque afirman que su rama familiar fue de tal manera honrada por don Alonso Manrique, gran inquisidor de España, que a un antepasado suyo se le honró con cien cardenales, que tuvo que llevar a las espaldas hasta su casa cargando, a manera de latigazos inquisitoriales.
En fin, para concluir, y dejando la guasa, diré que la resistencia al uso correcto del acento en los apellidos (y sólo me refiero a las tildes y no a las letras; quiero decir que no incluyo en este caso a los que se apellidan Chaves, en lugar de Chávez) será cosa difícil de erradicar. ¿Qué hacer ante esta resistencia a lo correcto? Nada. Reír. Dado el caso, pedirle al amable lector nos escriba para que nos comparta su opinión, como nosotros nos hemos atrevido hoy a expresar la nuestra.