Año 16, Número 225.

Imagen: SKY airline

Francisco Javier Uribe Torres

Salí de mi tierra natal, Autlán de la Grana, el lunes 27 de febrero con rumbo a la perla, Guadalajara. Mi hermano decidió llevarnos a cenar, me preguntó qué quería, pues sería la última cena de carácter mexicano que comería, “algo enchilocito” dije, pues allá a donde voy extrañaré la comida picante. Esas enchiladas fueron buenas, pero no tan buenas como las que cocina mi madre. A las dos de la mañana de un lunes, la perla duerme, me percaté en mi trayecto hacia el aeropuerto. Mientras documentaba mi maleta amisté con un chico que viajaba a la Ciudad de México, igual que yo; estaba por hacer su especialidad médica en cirugía, antes de despedirnos le deseé suerte y él a mí, nos acompañamos de un aeropuerto a otro. Nunca supe su nombre.

Llegué a la Ciudad de México, este lugar goza, más bien adolece, de un aeropuerto horrible, tomé uno de los trenes, sorprendentemente hay trenes dentro del aeropuerto de la Ciudad de México, que me llevó hasta otra terminal, hablé con mi novio y una amiga por teléfono. Después de todos los trámites necesarios, subí a aquella aeronave que me llevaría a mi siguiente destino, Panamá. En este vuelo conocí a una fisioterapeuta pediátrica, que haría unas prácticas en un campamento con niños discapacitados, decía estar preocupada porque era mucha responsabilidad, puesto que esos niños sufrían graves problemas de movilidad, además el campamento era una manera de demostrarles a sus familias que, a pesar de su condición, podían llegar a ser autosuficientes. Su destino final era Panamá, platicamos sobre libros, la vida, nuestros quehaceres, mis misiones en Buenos Aires y lo bonito que es viajar, compartimos los sagrados y empaquetados alimentos, que para sorpresa de ambos fueron deliciosos. Me deseó mucha suerte, me dijo que me divirtiera, que aprendiera y que lo gozara, que el viaje que estaba a punto de emprender me cambiaría la vida. Panamá y su canal son preciosos desde las alturas, ciudad tropical, calurosa y hermosa.

Siguiente parada, Sao Paulo, la mayoría de los tripulantes hablan portugués, pero al menos las azafatas hablan español. Por ahora ya he atravesado la mayor parte de Latinoamérica, vi salir el sol desde un avión y lo vi ocultarse desde otro. Al atardecer, tuve la fortuna de sobrevolar turbulentamente el pulmón del continente americano, el cielo del Amazonas es siempre nuboso, fruto de su magna flora y excesiva humedad, el avión temeroso de tremendo espectáculo no dejaba de temblar. Las nubes fueron amables conmigo y me regalaron un claro donde pude apreciar un paisaje espectacular, el rio Amazonas en su máximo esplendor, grande y caudaloso. En ese trayecto, que fue el más largo, no hubo con quien platicar, era la selva amazónica quien iba conmigo. Tantas horas de viaje en lugares tan distintos, me han enseñado que uno nunca se encuentra solo en este mundo, que somos un montón y que siempre hay gente interesada en escuchar lo que uno tiene por decir.

Después de cuatro horas de haber sobrevolado hectáreas de selva virgen, cayó el sol, por ahora sólo veo oscuridad, no hay ciudades, no hay pueblos, es de noche y cruzamos el Amazonas.

javier.uribe@alumnos.udg.mx