Año 17, Número 235.

Fotografía: Reporte Índigo

Ricardo Sigala

En las últimas semanas ha habido un intenso debate en torno a los nuevos libros de texto. He visto cómo algunos se oponen a ellos y otros los defienden a ultranza. Suelo estar atento a estas discusiones para poder entender lo que ocurre en nuestra realidad. Tengo la impresión de que esta polémica habla muy poco de los libros de texto, y de que se trata más bien de establecer una postura ya sea como opositores o como simpatizantes con el gobierno federal, insisto este no me parece, en la mayoría de las ocasiones, un debate sobre la educación sino sobre filias o fobias políticas.

Si entramos al tema, comencemos por aceptar que el sistema educativo mexicano es un fracaso, y lo ha sido durante décadas. Desde el siglo pasado las evaluaciones nos han dejado mal parados en español, matemáticas y en ciencias, y de índices de lectura mejor no hablemos. Por lo menos desde los años setenta este ha sido un tema que ha ido y venido en la agenda de la Secretaría de Educación Pública y los medios de comunicación. Casi todos los sexenios presidenciales han modificado el modelo educativo y con ello el libro de texto, y han dedicado enormes sumas de dinero y esfuerzo con muy pocos resultados. 

Pensamos en los datos que proporciona el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA), que realiza la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). En 2018, México participó en un conjunto de 80 países a nivel mundial en la prueba PISA sobre los aprendizajes en matemáticas, ciencias y lectura; los resultados nos dicen que el 45 por ciento no logró las nociones suficientes en lectura; el 56 por ciento no aprobó en matemáticas y un 47 por ciento en ciencias.

En cuanto a los índices de lectura, la más reciente encuesta del INEGI, publicada a principios de este 2023, nos dice que en los últimos siete años ha habido un descenso del 12% en esta práctica en nuestro país, y arroja el “optimista” dato de que en México se leen 3.4 libros por habitante al año. 

No existe ninguna posibilidad inteligente de defensa del actual modelo educativo, salvo algún interés espurio. Es urgente hacer un giro en la forma en que se trabaja en las escuelas, pero esto no es una novedad, eso lo han sabido todos los gobiernos durante más de medio siglo. Defender el pasado y la actualidad del sistema educativo confirma que este mismo sistema educativo está vigente, es decir, el mismo sistema que ha llevado a que la mitad de los mexicanos no alcance el 50 % de aprovechamiento en español, matemáticas y ciencias y que ha llevado a que los mexicanos no seamos siquiera capaces de leer un libro en cuatro meses. ¿Quienes se oponen al nuevo libro de texto son los que formaron así a los mexicanos, y quienes proponen  los nuevos libros de texto son también producto de ese sistema, salvo que no están de acuerdo con él?

Personalmente considero que el debate está mal planteado. El error está en creer que la educación se centra única y exclusivamente en la escuela y peor aún, que se centra en un libro, es decir el libro de texto. Poner en el centro de la educación el libro de texto es un error enorme.  Escucho y leo las discusiones y me asombra la fe fanática que unos muestran hacia el nuevo libro de texto, pero también el terror que a otros les infunde, en ambos casos por los contenidos, por la ideología. Este panorama me resulta preocupante porque ambas posturas ven en el libro, el de texto, una especie de catecismo, un manual de Carreño, un libro sagrado, un manual para alcanzar el éxito, un protocolo infalible para el bien o el mal.           

Esta fe fanática en la idea del libro, a favor o en contra, evidencia ignorancia, falta de educación, ausencia de cultura. Las sociedades analfabetas, o las sociedades analfabetas funcionales como la nuestra, suelen dar ese peso al libro. Entienden el libro como adoctrinamiento. He ahí el problema. Los no lectores tienen un libro guía, un libro favorito, el libro que les cambió la vida. En oposición los lectores, es decir, quienes leen cotidianamente, que no tienen un libro único como eje de sus vidas, llámese libro de texto, biblia, libro de superación personal, etc., ellos, los lectores cotidianos, ven el libro como la pluralidad, la tolerancia, la posibilidad de confirmar y de diversificar sus visiones de mundo, como la posibilidad tan enriquecedora de encontrarse con libros que confirman nuestras ideas, creencias y aspiraciones, pero también los que muestran expectativas diferentes, y esos libros también constituyen parte de sus formaciones. Es decir, la diferencia como eje de la cultura y la civilización. Todos los libros, de texto o no, se escriben bajo una ideología u otra, y esa es la riqueza de la experiencia lectora: la dialéctica, la polémica intelectual, el reconocimiento y la aceptación del otro.

La aspiración entonces, quizás debería ser la de una sociedad de lectores, y esto va dirigido tanto a alumnos como a profesores, que no sólo lean en la escuela y por obligación, que lo hagan  en la casa, que compartan lecturas con sus amigos, que sepan que un libro de texto sólo es un punto de partida, que ningún libro es poseedor absoluto de la verdad, que el conocimiento se construye todos los días, que existen inagotables formas de pensar. Es decir, fundamentar la educación no en un libro, sino en los libros, esa inagotable fuente de enriquecimiento práctico, intelectual y, especialmente ético, que tanto necesitan nuestras sociedades. 

ricardo.sigala@cusur.udg.mx