Año 18, número 265.

Fotografía: Martín González

¿Para qué aprender a leer? ¿Para qué aprender a escribir? Se preguntaba el activo profesor Paulo Freire ante adultos de alfabetización reunidos en una barriada o favela brasileña. Y se respondía a sí mismo: para aprender a decir la propia palabra y no tomarla de prestado, para narrar el propio mundo y no un mundo ajeno. Para transmitir la propia perspectiva y nuestro ineludible horizonte, al decir de Ortega y Gasset.

Y ya con la práctica y la teoría constantes, escribiendo como se habla en el pueblo, volver a inventar el lenguaje más perfecto que es la poesía (In xochitl in cuicatl decían los antepasados, hablar el mismo lenguaje de la flor y el canto). Descubriendo la magia y la belleza del lenguaje que también existe en la palabra de cada uno y en un mundo propio, el mundo de la oralidad popular. Con las palabras sonantes y cantantes, sabias, abstractas y preciosas del pueblo. Analizando el silencio y el sonido latente de las palabras que han quedado enmudecidas que llegan a ser también escultores del lenguaje vivo del pueblo, el que se habla entre los herederos indígenas y la gente de la tradición. Recogiendo las palabras del pueblo como se corta las flores de cempasúchil, depositarlas con ternura en bateas de barro y encontrar en ellas el ritmo, la rima y la métrica como en los sones de los sonajeros. Siguiendo el principio de José María Arguedas de alcanzar la universalidad a través de lo local mismo, con toda su particularidad; hace que la misma existencia cotidiana sea un fenómeno poético.

Y entonces transmitir, mediante las palabras y su ritmo, imágenes tan nítidas como aquella de Juan Rulfo: “Se sube o se baja según se va o se viene, para los que van sube, para los que vienen baja”. O cuando Juan José Arreola narra la vida pobrísima de Layo el Cuervero que, sin esperanza alguna, pierde al hijo recién nacido:

Allí estaba el niño sobre una mesita, entre cempasúchiles y clavellinas, con un vestidito de papel de china y una crucecita de oropel en la frente… Hilario compró un cajoncito azul, así de chiquito, como una caja de zapatos. Estaba adornado con piedrecitas de hormiguero y tenía un angelito de hojalata, con las alas abiertas, encima de la tapadera.

O como el mismo Juan José Arreola en La Feria, juega con los dichos populares y los recrea en versos con ritmo, rima y métrica: “Voy a contarte Aniceta/ lo que hizo Fierro de Villa/ en Tuxpan dejó el caballo/ y en Zapotiltic la silla”. O el que le fue endosado a un adolescente de trece años, entrados en los catorce: “Me acuso padre de que se me ocurrió un verso. Andaba barriendo el pasillo y se me ocurrió. ¿Cómo dice? Vamos juntando virutas/ en casa del carpintero/ las cambiamos por dinero/ y nos vamos con las p…” Por último:

Déjeme leerle a usted los versos que trae la décima de este año -escribe Juan José Arreola-: En hambre, peste, temblores/ guerra, inundación, sequía/ Zapotlán de noche y día/ a José pide favores/ El le responde No llores/ porque me invocas con fe/ tus angustias guardaré/ Por eso tan juntos van: él, José de Zapotlán/ y Zapotlán de José. Esto es lo que se llama una buena décima. ¿No le parece a usted? Después de leerla, qué importan los colorines…

Y hay más ejemplos de poesía local en el libro Florilegio poético a Zapotlán editado en 1999: “Yo soy de Zapotlán/ valle encantado/ de buen sol y de maíz/ Yo soy de Zapotlán/ terruño amado/ donde tengo mi raíz”; de Francisco Hernández López. Todo esto viene a cuento por el libro de poesía que Norma De la Cruz Ignacio ha escrito con constancia, perseverancia y dedicación desde su propia cultura sonajera y tradicional: “Zapotlán. Magia, cultura y tradición”. Haciendo de la poesía escrita, memoria de las historias vividas. Mostrando el atrevimiento de decir “Yo también soy de Zapotlán”, no sólo los escritores afamados como Arreola y Ochoa Mendoza. 

Componiendo poemas a Tzapotlatena, Domingos de Zapotlán, a la Laguna de Zapotlán con su leyenda amorosa de Atequiza y Calicenti o a las piedras del Shochule (los compadres) con el sacrificio de la misteriosa pareja de enamorados, a los Dulces típicos de doña Mica. Pero, sobre todo, mostrándose orgullosa de sí misma y de su férrea identidad colectiva al cierre del primer capítulo de su libro, siendo Zapotlénse de corazón:

Y no es que yo quiera presumir/ pero muy claro sí está/ es hermoso aquí vivir/ y ser una hija de Zapotlán. Y no, no refiero a la fama/ si obviamente se tiene/ me refiero a esa chispa, a esa flama/ que a donde vayas te enciende. Porque los traes en las venas/ es tu sangre mazorquera/ para ti no están hechas las cadenas/ porque tú a todo te enfrentas. Es el espíritu guerrero/ ese que te dio esta tierra/ jamás debes esconderlo/ tú puedes lograr lo que quieras.

La obra consta de dos capítulos: el primero con 10 poemas “Expresiones del corazón” de Norma De la Cruz y el segundo con 28 poemas de “Magia, cultura y tradición” de Zapotlán. En este último se canta al periodo de fiesta josefina de octubre, pero desde el punto de vista de abajo, desde la pasión y la práctica de una sonajera, como lo es Norma: a la Sagrada Familia, el Reparto de décimas, a los viejos de la danza, a los sonajeros, al compañero de danza que murió, al cuadrillero y pitero de los arribeños Porfirio de la Cuz Lucas. Para mi grata sorpresa, hay poemas para el Enroso y su Capitán Primero hace cinco años fallecido, Felipe Hernández Chávez.

Gira y gira sonajero/ la sonaja con gran fervor/ ese paso firme en el suelo/ con que se expresa tu corazón/ Aquí vamos compañeros. Ánimo, animo Sonajeros/ a danzarle al Patrón/ que se escuche muy alegre/ esa flauta y el tambor.

Y mediante la poesía, Norma de la Cruz defiende con conocimiento de causa a los Viejos de la Danza: “Que vivan los Viejos de la Danza/ con su atuendo y su máscara/ ellos también danzan/ ellos también se cansan/ ellos ofrecen todo/ y no buscan ninguna fama”

No nos sorprende que a alguien como Norma De la Cruz Ignacio, que goza de cuerpo entero con la música, el ritmo y el movimiento de la danza de sonajeros, le atraiga también el ritmo, la rima y el verso en el lenguaje escrito. El baile de las rimas, el giro de las palabras y la exclamación al cielo de las metáforas. El ritmo de los verbos, la sincronía de las oraciones y el grito libre de los significados. Y que también en este campo ella siga haciendo ensayos y prácticas (porque la escritura poética tiene sus propias reglas, teoría y posibilidades creativas), hasta que encuentre su propio tono, estilo y perfección: el de una sonajera poeta, orgullosa de su identidad colectiva. no desmaye en este esfuerzo y práctica literaria: “Ya lo llevamos en las venas/ fielmente sangre sonajera/ para nosotros ahora la gran fiesta/ es danzar por amor mientras se pueda…”

Martín González
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