Año 16, Número 224.

Esta reseña forma parte de las actividades de retribución social de los alumnos de la maestría en Estudios en Literatura Mexicana del Departamento de Letras del Centro Universitario de Ciencias sociales y Humanidades (CUCSH).

Fotografía: Víctor Benitez

Roberto Feregrino

La vida son instantes, no lineales sino anacrónicos, porque en el momento que disfrutamos o padecemos algo, invariablemente viene a nuestra memoria un suceso que asociamos con nuestro presente: vamos y venimos constantemente en pensamiento y alma. Se ha dicho que el arte es una ventana que nos permite contemplar no sólo al artista y su técnica, sino a una época con todo lo que ello implica: historia, política, religión, usos y costumbres. Cuando miramos El filósofo meditando, de Rembrandt, no sólo somos partícipes de la técnica del maestro del claroscuro, sino que admiramos una escena de un hombre en lontananza debajo de una escalera de “caracol” mirando por la ventana; entonces no podemos dejar escapar el más mínimo detalle que construye ese momento que quedó suspendido en el tiempo para dialogar con él desde cualquiera de las más misteriosas aristas que podamos imaginarnos. El historiador del arte sabrá darle una explicación contundente en lo concerniente a la vida y obra del autor, la historia detrás del cuadro, quién fue ese filósofo meditador, cómo la técnica, cuál la importancia, cuáles los momentos políticos de Holanda, etcétera. Sin embargo, habrá otra ventana por la que podemos mirar sin necesidad de ser tan avezados, y esa es la del impacto que tiene una escena cuando se representa: fundamentalmente apela a lo que sentimos. Quizá ese momento nos recuerde a nuestro padre, a nuestro abuelo, a la soledad del alma, a la conciencia, en fin, las interpretaciones pueden ser tan variadas como personas hay en el mundo y todas —coincidan o no— apelarán a esa parte sensorial inherente a nosotros que nos hace recordar, a la memoria.

Digo lo anterior, no porque me quiera ir por las ramas de la escritura y por recovecos ignotos, sino porque después de leer Dios tiene tripas. Meditaciones sobre nuestros deshechos, de Laura Sofía Rivero, me doy cuenta de que de lo más trivial e insignificante —por no decir escatológico— se puede erigir un pensamiento que nos lleva a reflexionar sobre el significado de una acción humana como ir al baño a defecar. Se dirá que nada tiene que ver Rembrandt con Rivero, que uno pinta y la otra escribe; que uno es conservador y la otra no tanto. Sin embargo, ambos apelan a la intimidad. Rembrandt nos lleva a mirar a un hombre sentado frente a una ventana para ser testigos de sus meditaciones. Rivero nos lleva con la palabra a mirarnos en la intimidad de un baño o compartir un “pedo” con nuestro ser amado y qué significa. En once breves ensayos (“Corre que te alcanza”, “Prohibido orinar en la calle”, “No hay papel”, “Al fondo, a la derecha: las fiestas y los baños”, “Sobre los rumores del cuerpo”, “Guía para el uso del baño público”, “Mitos y rituales de la espuma”, “Viviendas: estampas del drenaje compartido”, “Puto el que lo lea”, “Baby alive: los niños y las excreciones” y “Asclepio y Hermes: la salud, la riqueza”) la autora nos va llevando a la excreción escritural como nos lo advierte desde el Prefacio: “La escritura: esa otra excreción. El ensayo no solo le pertenece al ágora y al periodismo, sino también a la confidencia, nombra lo indecible, domestica nuestros desvaríos. Es la escritura impúdica de quienes muestran sus cavilaciones sin recato”. Y eso lo va trazando desde experiencias personales concatenadas con historias de la literatura, series televisivas o de la vida pública como la diarrea crónica que sufrió Thomas Jefferson; el vaciado de vísceras que sufrió Arrio de Alejandría; un capítulo de Seinfeld donde George Constanza dice que el papel de baño ha alcanzado su máxima expresión; el invento del estetoscopio a menos del doctor René Laënnec en 1816 con un instrumento de madera que amplificaba el sonido; o la faceta “cochina” de Mozart que Margaret Thatcher se resistió a aceptar por admirarlo como un creador de música sublime a pesar de que dejó constancia de ello en sus cartas.

Y es que en la intimidad del baño somos los que no somos en la vida pública, el baño es un contenedor de realidades inimaginables: ¿qué hacemos en ese espacio de un metro por un metro? ¿Cuál es la diferencia entre tener que usar un baño público y uno propio? “¿Que no al detener la mirada en el bote de basura de un baño compartido, se nos revelarán figuras que nos hacen preguntarnos cómo es que se limpian los otros? Papeles como bolas, como gallitos de bádminton o como envoltorios kilométricos de quienes cubren su mano cual momia”. Todo esto sin pasar por alto las maravillas escriturales dentro de los baños públicos con las que nos encontramos frecuentemente en las plazas, gasolineras o restaurantes de conveniencia: “Los escritores de baño/ son poetas de ocasión/ que buscan entre la caca/ su fuente de inspiración”; la aceptación de lo que podría ser repugnante en el desconocido, pero celebrado por la pareja, el amigo o la madre:

Cierta acción que en los desconocidos puede producir repugnancia, ejecutada por el ser amado resulta graciosa y dulce. El amor, en sus diferentes tipos, tiñe de un halo distinto a la asquerosidad. Los amigos participan de sus eructos, las madres soportan todo en sus hijos. Parecería que no existe una manera homogénea de experimentar lo sucio. Incluso la apertura escatológica implica una serie de consentimiento: nos molesta escuchar y oler aquellos a los que no les dimos aprobación.

Y es que para los que hemos vivido (o vivimos) con alguien, nos vemos reflejados. Pensamos en nuestros amigos entrañables o la familia y los chistes cuando el baño queda oliendo mal: “estás enfermo, préndele un cerillo”; cuando se nos sale un pedo y lo celebramos acompañado de la expresión del afectado: “cuando comas policía, quítale las botas”. De esto y más Laura Sofía Rivera se vale para entregarnos un libro muy bien edificado, construido sin que le falte o le sobre nada, con ideas que se desplazan desde la experiencia personal socarrona hasta los datos culturales como el xylospongium (un invento romano que consistía en un palo con una esponja para limpiar la letrina después de usarla) o el chûgi (un palito que usaban los japoneses y funcionaba para limpiar el ano después de defecar).

Este pequeño libro que tenemos entre manos mereció el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2020 y el jurado lo integraron Elisa Corona Aguilar, Brenda Ríos y Maricela Guerrero, después de leerlo nos damos cuenta de que la deliberación valió la pena, pues trajo a la luz una serie de disertaciones que escrutan la intimidad de los seres humanos de una manera lucida, clara y con un tema que nos podría resultar repulsivo; sin embargo, la manera de presentarlo nos seduce y hace partícipes de momentos de los que no somos ajenos. No está de más referir el epígrafe que utiliza de Milan Kundera y le da sentido a los ensayos: “Una de dos: o el hombre fue creado a semejanza de Dios y entonces Dios tiene tripas, o Dios no tiene tripas y entonces el hombre no se le parece”. Podemos cambiar de hábitos, de religión, de país, de carrera, de novio, de pasta dental, pero nunca podremos dejar de ir al baño todos los días de nuestra vida para estar en la más completa soledad y sentir que nos liberamos de una carga pesada.