Año 16, Número 229.

Miguel Ángel de León Ruiz Velasco nació el 20 de marzo de 1959. Se graduó como ingeniero en Comunicaciones por la Universidad de Guadalajara y egresó de la maestría en Literaturas del Siglo XX

Fotografía: Cortesía de Désirée Lepe

Désirée Lepe

Tenía 15 años cuando conocí al Mostro por primera vez. Estaba con mis compañeros haciendo un trabajo en las computadoras de la biblioteca, cuando salió un viejito chistoso, con camisa de cuadros, lentes y una boina, a callarnos. “Pinche viejo”, fue la primera impresión que tuve de él. Quién podría saber que, 9 años después, me encontraría haciendo este trabajo final, mi último trabajo final de la carrera que él me animó a estudiar.

Un año después, entré a la TAE de Promoción a la lectura, y para mi sorpresa, el “pinche viejo” era el profesor que la impartía. Al principio no estaba muy segura de querer estar ahí, debido a la primera impresión que tenía de él, mas con el tiempo, ese viejito de camisa de cuadros, lentes y boina se robó completamente mi corazón y el de todos mis compañeros.

Miguel Ángel de León Ruiz Velasco nació el 20 de marzo de 1959. Se graduó como ingeniero en Comunicaciones por la Universidad de Guadalajara y egresó de la maestría en Literaturas del Siglo XX. Formó parte del Comité Literario de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y fue galardonado con la Presea al Mérito Académico Enrique Díaz de León en 2014. Fue autor de la novela El sermón de los muertos con la editorial Suma, profesor de matemáticas, español y el encargado de la TAE de Promoción a la Lectura en la Preparatoria No. 4. Fue director de la preparatoria alrededor de un año.
Miguel de León alias el Mostro, además de ser un profesor, fue una especie de mentor que guiaba nuestros sueños y aspiraciones. “Sigue tus sueños”, siempre nos decía, me decía. Nosotros le decíamos el Mostro mayor, ya que decía que sus alumnos eran sus mostros, decía que no éramos personas normales por estar ahí, amando la literatura. Nos guió por un camino de magia y fantasía, donde todo era posible, donde podíamos ser lo que quisiéramos, y nos alentó a ser rebeldes.

Es cierto que la mayoría de los jóvenes que entramos a esa TAE ya teníamos cierto cariño por la literatura, había otros que, por su parte, habían llegado ahí por mera casualidad, sin embargo, absolutamente todos salimos amando la literatura, y amando y admirando a nuestro profesor. Nos alentaba a leer, pero también a escribir. Nunca me he considerado muy buena escribiendo, pero algunos compañeros incluso ganaron concursos de la FIL y él, muy orgulloso de sus alumnos, los presumía sin parar.
En quinto semestre, todos estábamos presionados por los trámites a la universidad, especialmente yo, porque no tenía ni idea de qué quería estudiar. Fue cuando me habló de Letras Hispánicas, licenciatura ofertada en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades. Me contó del plan de estudios a grandes rasgos, y decía que era la carrera perfecta para mí, me decía que algún día yo sería una editora muy importante, aquí en México o en España. Él fue el primero en alentar el sueño que yo aún no sabía que tenía. Fue la primera persona a la que acudí cuando no quedé en la universidad. Él sólo me dijo “tranquila, puedes irte a Ciudad Guzmán”, y con todo el miedo del mundo me vine a Ciudad Guzmán a estudiar Letras en el Centro Universitario del Sur, en donde encontré que uno de mis profesores, el maestro Ricardo Sigala, fue su compañero en la maestría, y de cierta manera me sentí bien al saber que aún hasta acá, iba a tener conmigo una pequeña parte de él.

Recuerdo que a finales del último semestre de prepa nos invitó a comer a su casa. Pidió muchísimas pizzas y refrescos, nos mostró su inmensa biblioteca personal, y hablamos; hablamos de cómo habíamos amado cada segundo de sus clases, aunque a veces fuera regañón y terco, e insistiera en que hiciéramos los ejercicios de escritura que pedía, a pesar de que a algunos no nos gustara escribir. Aunque nos hiciera leerlos en voz alta con toda la vergüenza del mundo, y aunque fuera el peor escrito del mundo, él siempre lo escuchaba con cariño, le veía potencial y daba una crítica constructiva. Recuerdo que muchos lloramos al despedirnos de esa clase que esperábamos con tantas ansias todos los viernes a las 10 de la mañana, y él nos dijo que no estuviéramos tristes, que él siempre estaría para nosotros, a través de Facebook, o Whatsapp, o que podíamos ir a visitarlo cuando quisiéramos. Yo lo visité sólo un par de veces, pero siempre me recibió con emoción y cariño, y me reiteraba que siguiera mis sueños, que iba a llegar muy lejos y a lograr muchas cosas importantes.

Miguel de León se encargó de ser el profesor que nunca tuvo. Nos contaba que sus profesores siempre dudaron de él; le decían que nunca iba a poder estudiar matemáticas o literatura porque era disléxico, y él fue y estudió una ingeniería, y posteriormente una maestría en literatura. Fue profesor desde muy joven en la Prepa 4, y lo siguió siendo hasta el final de sus días. Amaba su vida, su trabajo, amaba la literatura y amaba a sus alumnos, y nosotros lo amamos a él. Marcó a muchísimas generaciones que, aunque nos de miedo hacer algo, “lo hacemos con miedo”, y dejó un legado de mostros que estamos intentando seguir nuestros sueños, gracias a él

alexia.lepe5936@alumnos.udg.mx