Año 15, número 192.

Aún en pleno uso de nuestras facultades mentales, hemos sido tentados por la suavidad de una almohada, o por la eficacia de una cobija, todos en suma, hemos caído en la tentación de robar algo de un hotel

Ilustración: Nick Nicolaou

Martín Aguayo Rivera

No hace mucho salió una noticia que provocó escándalo nacional e indignó a una gran parte (la mitad, tal vez) del pueblo mexicano. El asunto tuvo lugar en el marco de los pasados Juegos Olímpicos celebrados en Tokio, y ocurrió justo en las instalaciones destinadas a los atletas: un par de jugadoras del equipo mexicano de softbol echó a la basura los uniformes que el Comité Olímpico Mexicano les había dado. Brianda Tamara, boxeadora del tricolor, quien, junto con su compañera Esmeralda Falcón, encontró los uniformes, escribió en Twitter lo siguiente: “Este uniforme representa años de esfuerzo, sacrificio y lágrimas. Todos los deportistas mexicanos anhelamos portarlo dignamente, y hoy, tristemente, el equipo mexicano de sóftbol (sic) lo dejó todo en la basura de las villas olímpicas”.

Las softbolistas buscaban despejar un poco sus maletas para poder robarse las almohadas del hotel donde se habían hospedado. Y México, en voz casi unísona, cuestionó: ¿Cómo es posible que nuestros representantes comentan actos de ese tipo?, ¿Quién en su sano juicio se deshace del uniforme, que es una extensión de la bandera, el traje del héroe o heroína, para robarse una simple almohada? Pero aquí, más que frustración, yo escucho latir la hipocresía. A ver, que la virgen no nos hable: todos, aún en pleno uso de nuestras facultades mentales, hemos sido tentados por la suavidad de una almohada, o por la eficacia de una cobija, todos en suma, hemos caído en la tentación de robar algo de un hotel. Estamos en la habitación y de pronto creemos que aquel cojín se vería espléndido en nuestro sofá, o que el control podría servir para la pantalla de nuestra sala.

Lo acepto. Yo, siempre que voy a un hotel, el último día me hago con los jabones, rollos y champús que me son posibles, e incluso con algo de comida para el camino. Total, pagué por ellos ¿no? En mi casa hay aún una toalla que huele a sal marina y me trae recuerdos gratos. Corríjanme si me equivoco, pero creo firmemente que lo que ocurrió con las jugadoras le ocurre a todo mexicano. Y con mayor frecuencia a quienes figuramos en el listado de la clase baja (que por momentos se alza el cuello y dice ser clase media). No sé ustedes, pero a mí me parece sumamente entendible: imaginemos una familia que se mata trabajando para darse el gusto de viajar una o dos veces al año. Empresa ambiciosa que requiere sacrificio y ahorro. Viajar a hoteles de paquete todo incluido es, para nosotros, un sueño que se consigue solo mediante la acumulación. No podemos simplemente desearlo, o esperar una quincena, mucho menos sacarnos de la manga un impuesto sobre automóviles nuevos y festejar en Berlín mientras bebemos cerveza y nos atascamos de salchichas. Lo que hacemos, en cambio, es trabajar, limitarnos, hacer de los frijoles, el arroz y las tortillas, el pan de cada día y ¿por qué no? el de cada noche.

Luego de haber acumulado lo suficiente, podremos entonces acudir a uno de estos hoteles y darnos, por dos, tres o cuatro días, la vida que tanto quisiéramos: una vida de clase alta. Dormir entre sábanas suavísimas, ser atendido por meseros y meseras, comer y beber sin escatimar, olvidarnos del trapeador y de la escoba, del martillo, del escritorio, de la pluma. Dos, tres, o cuatro días que nos dejan con ganas de más… ¿Creen que no es entendible que a uno le den ganas de robarse algo por ahí, hacerse de algo, una pequeña parte de esa vida tan ajena y tan deseada? Los últimos días de estancia, en medio de la tristeza y la resignación por volver a la vida que nos toca, rescatar hasta lo más ínfimo de aquel sitio parece lo más sensato. Mas sólo queda volver a nuestro hogar, volver al trapeador y a la escoba, al martillo, al tedio, a la rutina… No sé ustedes, pero si yo hubiera estado en los zapatos (en este caso tenis) de las softbolistas, también me hubiera deshecho de mi uniforme para meter una almohada en mi maleta. Después de todo, los mexicanos somos expertos en el arte de arrancarnos la mexicanidad día con día para ir sobreviviendo.

riveradeagua@gmail.com