Año 16, Número 226.
Esta reseña forma parte de las actividades de retribución social de los alumnos de la maestría en Estudios en Literatura Mexicana del Departamento de Letras del Centro Universitario de Ciencias sociales y Humanidades (CUCSH).
Atenea Cruz
El bádminton es el deporte de la ligereza: en los movimientos, en la raqueta y el volante con los que se juega, en el sonido proveniente de los jugadores, todo ha sido pensado para tocar apenas el aire. A diferencia de su hermano más popular y vistoso, el tenis —con sus pelotas de un amarillo chillante, pesadas y contundentes; con las ruidosas interjecciones de los tenistas batiéndose para ganar el set, con la realeza europea sentada a menudo en las primeras filas de las gradas—, el bádminton parece apelar más a la sutileza y la precisión. De origen oriental, esta disciplina viajó con los ingleses hasta la Casa Badminton, donde la notable afición del dueño por ésta lo convirtió en su representante más emblemático y la dotó de un nuevo nombre a finales del siglo diecinueve.
De entre todos los deportes posibles —un tema, de por sí, bastante singular para versar sobre él en el género de la poesía—, Luis Eduardo García elige el bádminton, quizá con la intención de que el lector esté tan poco familiarizado con éste que su desconocimiento le permita al poeta enrarecer y vaciar de significado la palabra para luego volver a llenarla con las acepciones más disparatadas. Y es que desde el principio el autor deja asentado que Bádminton, antes que un libro, es un juego: primero nos muestra un diagrama de la cancha reglamentaria en la que las zonas de puntajes están renombradas como zonas de “Posibilidad de canto” y “Posibilidad de no-canto”. Como si lo anterior no fuera ya lo suficientemente desconcertante, en medio de la cancha se introduce también el elemento “Cabeza de ciervo”. No hay forma más clara de advertir al lector que se haya ante un poemario poco convencional, una propuesta lúdica que incita a la competición sin explicar con claridad las reglas del juego porque el gancho es ese: que el lector descubra qué diablos es el bádminton no sólo para García, sino para sí mismo.
En cada uno de los poemas que conforman el libro, la palabra bádminton se reviste de un valor distinto, a veces lago: “Cada mes, desde hace 17 años, pescamos en el bádminton./ No hay algo que amemos más”; a veces hombre de apetitos pantagruélicos: “El 6 de julio de 1998/ el bádminton entró a La res de oro/ en Amarillo, Texas/ y acabó con un bistec de dos kilos/ con cincuenta gramos en siete minutos/ y doce segundos.”; a veces deporte, con una muy puntual reglamentación, entre cuyas directrices se encuentra la imposición de una falta si, al momento del saque, “Alguno de los jugadores utiliza pitbulls u otro tipo de animal para atacar a un contrario”. Frente a estas variopintas acepciones el lector se pregunta: ¿Qué es el bádminton? La respuesta es obvia, pero compleja: el bádminton es todo. Una vez aceptada esta premisa, el lector debe situarse en la zona de juego, listo para recibir y devolver los pases que Luis Eduardo García ejecuta con ligereza y precisión. El desplazamiento constante del significado tanto del término bádminton, como de la alteración de sus reglas, así como de su historia, consigue un efecto de extrañamiento que hace que este deporte se vuelva absurdo, del mismo modo que cualquier constructo social resulta antinatural cuando se le observa con detenimiento durante un tiempo prolongado.
Hacia el final del libro, aparece la única división, titulada “Diario de Erland Kops”, compuesta de breves poemas narrativos, en ella atestiguamos —sin que en ningún momento llegue a nombrarse de forma explícita— el nacimiento del bádminton, a partir del secuestro y encarcelamiento de un grupo indeterminado de personas por otro grupo indeterminado de personas cuyo móvil es también misterioso. Más allá de la desesperación del encierro, el aburrimiento de los presos sumado a la constante muerte de aves cerca de las celdas propicia la creación de este deporte, aunque con ciertas variantes rudimentarias: en lugar de raquetas, se utilizan las manos y en vez de volantes se usan los cuerpos de los pájaros rellenos de aserrín, en una suerte de representación oscuramente literal de otro de los nombres que se les da a los volantes, tradicionalmente aderezados con plumas: gallitos. Es en esta última parte donde el diagrama del principio del libro, con sus áreas de canto, no-canto y la cabeza de ciervo, cobra sentido, al menos en el universo propuesto por el poeta. Y es también en esta parte donde el lector cae en cuenta de que, a pesar de intentar estar al nivel del poeta, lo cierto es que sólo hemos estado a su merced. El juego siempre estuvo arreglado. García gana el punto y el set en ese partido de bádminton que sólo él comprendía.