Año 17, Número 241.
Casa infantil de Silvia Madero está compuesto por una veintena de poemas distribuidos en cuatro partes: “Familias”, “La casa que construimos”, “Terranova” y “En esta casa”
Ricardo Sigala
Desde la torre de observación en que se ha convertido mi escritorio, en lo que se refiere al acontecer literario del Sur de Jalisco, pude ver muy pronto a Silvia Madero. La ubiqué entre ese grupo de espíritus inquietos, llenos de curiosidad, con una gran entrega a la literatura. Por supuesto que la tengo presente como estudiante de la licenciatura en Letras Hispánicas del CUSur, a la que llegó a mediados de la década pasada, en especial la recuerdo en las asignaturas de Poesía y de Narrativa en Taller. Ella todavía alcanzó las últimas oleadas benéficas que dejó la Cátedra Hugo Gutiérrez Vega en su época dorada, y con ello un entusiasmo ilimitado, era la época de los Diálogos Nocturnos, de Libros y Chelas, de El esplendor del cotorreo. Formó parte de una generación muy activa, Silvia aparece en mi memoria muy cercana de Nancé Velázquez, participando en la organización de los concursos literarios del CUSur, 2016, 2017, 2018 y el histórico y memorable congreso de estudiantes CONELL en 2018 que resultó ser la actividad más importante durante el centenario de Arreola en la ciudad, materializado sin apoyos económicos institucionales.
Silvia Madero también navegaba en aguas ajenas de la universidad. Mi memoria la pone en algunas sesiones sabatinas del Taller Literario de la Casa de la Cultura de Ciudad Guzmán, pero sobre todo, en las de los Náufragos de la Palabra, el emblemático taller independiente del que comenzaron a emanar un sinnúmero de premios, primero regionales y más tarde nacionales. Entre la docena de buenos autores emanados de los Náufragos de la Palabra destacan especialmente estos que en los últimos tiempos han recibido reconocimientos nacionales o estatales, cito sólo algunos: Alejandro von Düben, Bladimir Ramírez, Paulina Velázquez, Esther Armenta y ahora Silvia Madero.
Antes de la pandemia, Silvia Madero cambió su rumbo, se fue a Letras del CUCSH a terminar sus estudios. Nos hemos vuelto a encontrar, casi siempre en la triada indisoluble que parecen conformar ella con Nancé Velázquez y Jazz Cristal, y siempre tiene el entusiasmo creativo que le conocí en sus años zapotlenses.
Quiero detenerme ahora en un asunto más bien personal de Silvia Madero. Siempre me llamó la atención uno de los rasgos de su carácter, su condición gregaria, amistosa, esa vocación de hermanamiento con sus cercanos, su magnetismo solidario, esa fuerza permanente de ida y vuelta que la caracteriza. Es posible que justo derivado de esto, su casa se convirtió en el centro en torno al cual giraba su grupo cercano, una casa que adquirió un carácter simbólico, pues ahí justo comenzaron las sesiones de los Náufragos de la Palabra, en esa casa que se conocía entre los enterados como la “pisti house”.
Leí y volví a leer Casa infantil, y en cada nueva visita a este breve volumen, más cualidades le he encontrado. Estamos ante un libro que se muestra claro, transparente y accesible, pero eso sólo resulta en su primera manifestación, cuando ocurre la lectura atenta o a la relectura, el libro devela las diversas capas de su arquitectura: una estructura sólida y comunicativa, un entramado simbólico coherente y refractario a los lugares comunes, una música y una rítmica personales fundadas en la discreción y la sutileza, y un trabajo tropológico oportuno, certero y contundente.
Casa infantil de Silvia Madero está compuesto por una veintena de poemas distribuidos en cuatro partes: “Familias”, “La casa que construimos”, “Terranova” y “En esta casa”. Cada uno de los apartados tiene un tono y un carácter propios, aunque eso no borra en ningún momento la sensación de unidad de poemario. En “Familias”, constituido por seis textos en los que indefectiblemente se habla de las relaciones familiares, se nos dan pistas sutiles en las que se deja entrever la familia como un proyecto ideal, como una película, como un pequeño país en el que todos son felices, pero también como una mancha de sangre, una hija que se convierte en la madre de su madre o como una mujer que envejece “mientras sus muñecas permanecen intactas”, como dientes que “lamen silenciosos el néctar de la desventura”, como un clan de primates, o como una madre y su perra que “cada tarde salen a pasear sin correa”. Lo que nos está advirtiendo la poeta es que la familia es una representación de la humanidad, que ahí es donde ocurre la historia de la humanidad.
Cuatro poemas sostienen “La casa que construimos”, el capítulo parte de la casa que de niños dibujamos, en este caso en un caligrama, y continúa con la idea de grupo: “mi casa también es esto que siento”. El poema “Autorretrato” habla de una casa en obra gris, para confirmar la metáfora de manera sistemática. Un giro cierra el apartado, la nostalgia del amor primero, “el amor limpio y desobediente”, para continuar con la incertidumbre personal.
Tengo para mí que “Terranova” es la parte más sustancial del libro, la más intensa, la más memorable, la más íntima. Aquí se hace un recorrido por los arquetipos familiares: La familia en sí, representada por la idea de comunidad, el nosotros, seguido de las figuras de la madre, la del padre, la del hermano y las dos hermanas, las abuelas, las tías, y el hijo bueno de una tía, el perro del vecino también forma parte de este paisaje, y la mujer sola, que abre su jaula a uno que otro pájaro. El apartado cierra de manera apoteósica con el enorme poema titulado “Mujer, es”.
El último apartado es una coda, un recuento, una muestra de autoconocimiento, una crítica, un manifiesto de amor, y, especialmente, una rendición de cuentas que se sublima en el perdón. Los siete poemas que lo conforman son brevísimos relámpagos, latigazos de luz que sacuden y confortan al lector.
Quiero cerrar esta participación con unas palabras que escribí hace algunos meses desde la torre de observación a la que me refiero al principio, cuando Silvia Madero me pidió escribir la cuarta de forros de su libro:
“La familia es una utopía. En ella está el origen de nuestras vidas, lo que nos abre caminos o nos agobia ante el mundo. Aceptémoslo o no, todos somos damnificados de una familia. Silvia Madero lo sabe, y junto con Fabián Casas, asume que “La familia es una enfermedad / que nos acompaña toda la vida” y que algo hay que hacer con ella para que no se pudra. La apuesta de la joven poeta ha sido escribir estos poemas contundentes, “lapidarios y sin concesiones” -así lo dijo el jurado dictaminador de la convocatoria de La maleta de Hemingway-, su apuesta es una exploración, un descenso abisal a las entrañas de la convivencia más íntima y cotidiana, a las rutas de lo que pudo haber sido y de aquello a lo que se sobrevive, a “la herida abierta del amor” y a la certeza de que el amor se conjuga siempre en presente. Madero nos abre las puertas de su Casa infantil, y nos conmueve y nos perturba a la vez, cierta condición de espejo habita estas páginas”.
Casa infantil de Silvia Madero fue beneficiado por la convocatoria de publicación La maleta de Hemingway y se suma a la lista de ganadores de dicha convocatoria relacionados con el Sur de Jalisco. Celebro este volumen como un acontecimiento, como una de esas óperas primas memorables, que ya ocupa un lugar en la historia de nuestras letras.
ricardo.sigala@cusur.udg.mx