Año 18, número 269.
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Cada 14 de febrero, la maquinaria del romanticismo se pone en marcha. Escaparates cubiertos de rojo y rosa, promociones especiales, reservaciones agotadas en restaurantes y una avalancha de mensajes en redes sociales que exaltan el amor y la amistad. Pero detrás de esta aparente celebración de los sentimientos más puros, se esconde una pregunta incómoda: ¿San Valentín es realmente una expresión de afecto o una sofisticada estrategia de mercado? En una sociedad que ha aprendido a medir el valor de las emociones a través del consumo, es inevitable cuestionar cuánto de este día responde a la autenticidad y cuánto es producto de una narrativa impuesta.
El amor como producto: ¿una emoción secuestrada por el consumo?
El amor, en su forma más pura, es una experiencia humana que trasciende fechas y etiquetas. Sin embargo, vivimos en una época donde las emociones han sido mercantilizadas con una precisión quirúrgica. Lo que alguna vez fueron gestos espontáneos, hoy se han convertido en actos coreografiados por el mercado, donde cada detalle —desde un ramo de flores hasta una cena romántica— tiene un precio. San Valentín es el ejemplo perfecto de cómo una emoción se convierte en un producto de consumo. No basta con amar: hay que demostrarlo comprando. Y este fenómeno no
es accidental; es el resultado de décadas de campañas publicitarias que han modelado nuestra percepción del amor y la felicidad.
La presión social de demostrar afecto (y el costo de no hacerlo)
Uno de los aspectos más fascinantes (y preocupantes) de San Valentín es su capacidad para generar una presión social invisible. No basta con sentir amor, hay que validarlo a través de símbolos visibles y compartibles. Las redes sociales amplifican esta presión al convertir la celebración en un escaparate público: historias de Instagram repletas de regalos, cenas elegantes y cartas escritas con un sentimentalismo casi de guion cinematográfico. En este contexto, la ausencia de celebración no es solo una decisión personal, sino una declaración silenciosa que puede ser malinterpretada como desinterés o falta de compromiso.
Pero, ¿qué ocurre cuando el afecto se mide en términos de consumo? Aparece un problema fundamental: la idea de que el amor tiene que traducirse en gestos costosos para ser válido. ¿Es menos valioso el amor de una pareja que decide no intercambiar regalos? ¿Un «te amo» sincero pierde peso si no viene acompañado de un anillo o una caja de chocolates? Estas son preguntas que rara vez nos hacemos porque la cultura del consumo nos ha enseñado a no cuestionar estas dinámicas.
La paradoja de la exclusión: cuando el amor se convierte en un club selecto
Si bien San Valentín se presenta como una celebración universal del amor y la amistad, en la práctica, se ha convertido en un evento excluyente. Las personas solteras suelen sentirse ajenas a esta festividad, como si el amor romántico fuera el único que mereciera ser celebrado. Y aunque en los últimos años ha habido intentos de incluir otro tipo de afectos en la ecuación (como el amor propio o la amistad), la narrativa dominante sigue girando en torno a las relaciones de pareja. Esta exclusión no es accidental, sino parte del modelo de consumo. San Valentín necesita un «público objetivo» claro, y las parejas que buscan demostrar su amor de forma tangible son el mercado perfecto. Los demás son
meros expectadores de un espectáculo donde no tienen lugar.
¿Es posible recuperar la esencia del amor sin caer en el consumo?
La respuesta a este dilema no es rechazar el Día de San Valentín en su totalidad, sino reformular la manera en que lo vivimos. El amor no debería estar condicionado por una fecha ni por una transacción comercial. La clave está en rescatar su autenticidad y entender que lo que realmente nutre una relación no es el regalo más caro ni la cena más lujosa, sino la construcción diaria de afecto, respeto y complicidad. Si vamos a celebrar el amor, hagámoslo desde un lugar genuino. No porque una campaña de marketing nos lo indique, no porque una red social nos haga sentir obligados, y mucho menos porque el mercado nos haya convencido de que el amor tiene un precio. Al final del día, la
gran ironía de San Valentín es que su mensaje central —el amor— es lo único que no se puede comprar.
Jacqueline Contreras
jacqueline.contreras@cusur.udg.mx