Año 13, número 158.

Los estereotipos asignados socialmente al género limitan la oportunidad de las personas de expresar libremente sus deseos, aspiraciones o ideas

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Roberto Suárez Archundia

Una aspecto importante para la construcción y estructuración de las sociedades latinoamericanas es la diferencia sexual de los individuos que la conforman, la cual determina también el destino de las personas, atribuyéndoles ciertas características y significados a las acciones que unas y otras deberán desempeñar —o se espera que desempeñen—, y que se han construido socialmente (Mujeres, I. N., 2007). Esto, desde luego, merma activamente  el desarrollo libre e individual de cualquier persona, ante una clara presión social  por realizar lo que se espera del individuo en sí.

Pareciera una completa incoherencia al menos en nuestro país, ya que México es una nación con un sinfín de expresiones. Bastaría con conocer sus calles, su gente, sus pueblos y ciudades. No obstante, muchos de los problemas sociales son herencias culturales cuyas estructuras son mayormente machistas y heteropatriarcales, lo que genera que el imaginario y perspectiva social del sexo y género mantengan un estatus similar e inequívoco, según los mismos actores que conforman una sociedad.

¿El género limita la expresión individual del ser humano en México? Para iniciar habría que encontrar la diferencia entre sexo y género. Pese a que muchas personas utilizan ambas palabras como si de un sinónimo se tratara, estos conceptos tienen distintos significados, y  su uso más correcto debería ser de forma separada.

Margaret Mead, antropóloga y poeta estadounidense del siglo XX, fue una pionera de la yuxtaposición del género “biológico”, que prevalecía en la época, con el género cultural, poniendo en entre dicho la visión sexista que se utilizaba en las ciencias sociales por aquel entonces en su país. Planteó que los conceptos del género son culturales y no biológicos, siendo la precursora del concepto “género” para los futuros estudios feministas.

Con esto, Margaret Mead establecía que el concepto de sexo se refiere a las características biológicas, anatómicas, fisiológicas y cromosómicas de los seres humanos, son características con las que se nace. En cambio, el género es el conjunto de ideas, comportamientos y atribuciones que una sociedad considera apropiados para cada sexo.

A pesar de que esta diferenciación está al alcance de un clic o una pequeña investigación en medios tradicionales, nuestro país mantiene extendidamente la idea sexualizada  del comportamiento, es decir, adjunta los comportamientos y deseos de las personas a los órganos sexuales. En este entorno nacen los conceptos de feminidad y masculinidad. Un error común es pensar que mujeres y hombres tienen características y capacidades diferentes —emocionales, afectivas, intelectuales— según su sexo (Mujeres C. N.). Esta separación genera los ya conocidos roles de género, y a partir de ahí los  estereotipos, limitando la oportunidad de una mujer u hombre de expresar libremente sus deseos, aspiraciones o ideas, ante el compresible pánico o miedo de actuar  en una sociedad que espera y dicta desde nuestro nacimiento lo que debemos o no hacer. Empleos, oficios, profesiones y actividades de ocio no se escapan de este entendimiento sexo-género.

México ha vivido de esta forma desde hace siglos, antes de la llegada de los españoles a nuestro país, la mujer estuvo confinada históricamente a estar en su casa. La interpretación y traducción de los códigos náhuatl de los tiempos prehispánicos así lo dejan ver. Los consejos de los padres a las hijas fomentaban el encierro, el control y la sumisión. “Sé hacendosa”, “No andes por ahí”, “Tu lugar está en la casa”, son frases que guardan los manuscritos en diversas lenguas indígenas en México y donde comienza el proceso de normalización a la sumisión de las mujeres.

La familia occidental, constituida por la unión estable de un hombre, una mujer y los hijos que se procrean de esta unión —con el padre como figura fuerte que detenta la autoridad y responde por la manutención del grupo, y la madre como contribuyente complementaria a la estabilidad y permanencia del grupo—, son arquetipos ajustados y que construyen la realidad social (Rodríguez, Ramírez & Vidaña, 2016). Esto claramente hace entendible el enorme reto de México en materia de género y la urgente reestructura social que se necesita, en nuestras familias como principal núcleo de aprendizaje, en escuelas y en la sociedad en general.

El género limita la expresión individual del ser humano en México. Desde pequeños hemos escuchando “no hagas eso, es de niñas”; “no llores, eso no es de hombres”; “elige otro color, ese es de niños”; “corres como niña”; “las muñecas son de niñas y los carritos son para hombres”. Pensar que sexo y género son exactamente lo mismo ha detenido la expresión individual de las personas. Ni si quiera hemos nacido y ya limitan nuestro querer, nuestra familia ya imagina a qué nos dedicaremos, cómo seremos y qué nos gustará.

México se encuentra en una fase primeriza y preocupante. El pensamiento neto del género lleva un par de años en la agenda pública: igualdad, derechos, oportunidades, etc. En carácter legal sin duda ha existido un gran cambio, pero en cuestión ideológica y colectiva queda mucho por hacer. Por suerte el siglo XXI ha traído consigo importantes focos de atención ante el cambio ideológico del género, comenzamos a ver a hombres y mujeres encargados del hogar, mujeres seguras de sí mismas con diversidad de cuerpos, hombres vistiendo faldas y utilizando maquillaje, hombres y mujeres en diversidad de profesiones y puestos sin importar su sexo, comunidades rompiendo el sistema machista y heteropatriarcal del género como la comunidad trans, drag y queer en esferas de mayor visibilidad, etc.

Es poco, pero importante. Con una correcta reeducación existirá en algún momento un México donde el género no esté ligado al sexo y tan sólo sea un eslabón perdido en el pasado de nuestro país, para nombrar en líneas de tiempo y recordatorios en Google y Facebook.

roberto.suarez@alumnos.udg.mx