Fotografía: Ingrid Leguer

Verónica Jazmín Hernández Álvarez

El peligro de estar cuerda es una serie de ensayos de la periodista española Rosa Montero. Y es un libro más de locos que de cuerdos, supongo que porque, evidentemente, sería muy peligroso de otra forma. Y no me refiero al estereotipo de loco, cualquiera que se tenga en mente: los malignos, los raros, los extremos, los explosivos, los exóticos, el Joker o los Locos Addams, o aquellos que, en un sentido más romántico, son solamente incomprendidos. Bueno, tal vez tenga algo de ellos, pero pareciera un error darle la misma etiqueta sin forma a todo lo que es estadísticamente anormal. Además, aquí no interesa la definición de “loco”. El libro se centra más en la forma cotidiana y funcional en que un cerebro vive su rareza, que en pintarle una personalidad a la locura. Entonces sí, este libro es para los locos; sobre todo los silenciosos, que cometen atrocidades mínimas como leer el periodico al revés, o dedicarse a escribir. Y también para aquellos bipedos normales que se atreven a leer bajo la luz cálida del hogar y no la lámpara fría del laboratorio, las reflexiones de quién no explica la locura, sino que la abraza y la entiende, porque la ha visto a los ojos. 

El libro se divide en 23 capítulos, que pueden pasar por ensayos tanto literarios como académicos. Es una lista demasiado larga para nombrar pero que destaca por su impacto, sensibilidad y calidad metafórica (o literal), fruto de los años de trabajo periodístico de Montero. “Soy multitud”, “Los entomólogos no lloran”, “Elogio de los inmaduros”, “La musa malvada”, “Pesadillas geométricas” o “Bajo la cama y aullando”, son el tipo de títulos que el lector puede esperar encontrarse. 

Así, el primer capítulo no falla en generar recuerdos, y con ello el interés. Montero comienza hablando de un hábito extraño de su niñez, de esos que muchos tuvimos y ahora son risas: todas las noches le pedía a su madre que escondiera muy bien un trasto decorativo de cobre que había en su habitación, pues había oído que dicho metal era altamente tóxico, y tenía miedo de levantarse sonámbula y empezar a lamer el objeto. Al crecer, se dió cuenta de que el cobre no podía envenenarla por unos cuantos lengüetazos. De ahí surge el enigmático título del capítulo: “Chupando cobre”. Este habla de los miedos extraños que se sabe que sufrieron diversos escritores, la influencia del ambiente (en su forma marxista) y la genética en el crecimiento de un niño (menciona que esta última predijo sus problemas de migraña desde que era una bebe), y la relación de la mente con el cuerpo y la vida.

En el segundo capítulo, “Soy multitud”, se da introducción formal a una presencia constante que es también parte fundamental del libro: los artistas. La autora explora la relación del arte con una mente disociada. Según ella, un escritor no solo posee varias facetas y cambia según su entorno, sino que desarrolla una especie de autorechazo y un anhelo por querer escapar a otro mundo o fingir ser otro, a veces hasta el punto de la estafa. Menciona, por ejemplo, un par de escritores que dijeron ser sobrevivientes de los campos de concentración alemanes, y un francés que por años fingió ser doctor mientras tenía un alto cargo en la Organización Mundial de la Salud. Por si fuera poco, los escritores tienen tendencia a sentirse un fraude, dice en otro capítulo, un fenómeno “…relacionado con el perfeccionismo” pero que conecta con “…la multiplicidad y la falta de fiabilidad interior”. También se habla de la famosa visita de las musas, la mayor tendencia de los escritores al suicidio y las enfermedades mentales en comparación con otros artistas, sus pseudónimos y sus motivaciones de escritura: “Digamos que, siendo aún pequeños, antes de la pubertad o en torno a ella, han perdido de manera violenta el mundo de la infancia […] Se les rompió la infancia”. Esta idea continúa en el capítulo “Los entomólogos no lloran”, donde se relaciona al arte con la obra de un niño muy adulto, ahora un adulto muy aniñado, que sobrevive soñando frente al papel.

Pero además de personas, Montero también habla de experiencias, de la invención de historias, de la imaginación infantil, de cómo el cerebro olvida cosas que de sobra sabe y que luego es más fácil inventar, etc. Aborda los comportamientos de las víctimas de esquizofrenia, y su analogía predilecta es la idea de la mente como un cableado que ocasionalmente falla (y a veces se manifiesta con no permanentes sino ocasionales bugs). La autora, pensando en sus ataques de pánico, reflexiona sobre lo que significa entrar y salir de lo oscuro, ver cómo se transforma el mundo de maneras imposibles de explicar y sentirse una raza extraña entre humanos. “La idea de que el trastorno psíquico es algo misterioso y etéreo que no tiene que ver con el resto del organismo ha imperado durante apenas un par de siglos, pero ha hecho mucho daño”, explica. Añade que, según el neurocientpifico David Eagleman, ningún gen interviene tanto en la esquizofrenia como “el color de pasaporte”, es decir, la discriminación. Solo otra forma de explicar la relación genética-locura.

Pero haber sido arrojado al mundo de improvisto y sin lámpara no es suficiente para afectar la mente, indica la investigación de la periodista; para que la herida signifique algo, y nazca el arte, es necesario que previo al trauma el niño haya sido amado. Así el niño termina decepcionado del mundo, y busca, como antes se mencionó, otra identidad. Montero acentúa que la vida del autor sí que importa, y lo ejemplifica con casos de escritores cuyas pérdidas fueron sus grandes obsesiones, como la muerte de la madre, o la de hermanos de los que se convirtieron en sustitutos. Una vez más, la disociación. 

Otro de los efectos de la locura según la autora, que en nuestros tiempos no suena tanto a locura, es el arduo trabajo del subconsciente a nuestra costa. Hay algo muy moderno en decir “reconozco que, en efecto, hay una parte de mí que lo sabe todo y que no siente nada”, como lo declara Montero de sí misma. A continuación, se traslada al caso de Virginia Woolf (otra constante en el libro), y recuerda que ésta decía no haber sentido nada cuando murió su madre, a quién sin embargo amaba. Luego remata con una cita del psicoanalista Didier Anzieu: “crear es no llorar más lo perdido que se sabe irrecuperable”. Esto continúa en el capítulo cuatro “Estupor e impostura”, donde menciona que las personas más desbordadas suelen ser las que más difícilmente entienden sus emociones. Y concluye que escribir es como ser entomólogo (científico que estudia a los insectos), pues la pluma repasa el contorno del dolor y delinea cicatrices en el papel, pero, como diseccionando un insecto al que asumimos carente de sentimientos, sigue, y algunos hasta ríen en el proceso.

Con todo esto, la teoría de Montero es que “Hay una tormenta perfecta detrás de cada libro, de cada escultura, de cada cuadro y cada canción”, y según ella sus elementos son precisamente todo lo que he mencionado antes en mi pobre resumen de la mitad del libro. Montero afirma, una vez más apoyada en su investigación, que esta tormenta de asociación de ideas es una necesidad de las personas con este tipo de situaciones mentales, entre los que suelen estar los genios y los artistas. El capítulo resume lo anterior con una frase del científico francés Conde de Buffon: “El genio no es más que una gran aptitud para ser paciente”. Más adelante, hay un capítulo llamado “Tormenta perfecta dos”, pero será tarea del lector llegar hasta él. 

Como suele hacerlo en sus novelas, Rosa Montero cita aquí y allá, escritores, investigadores, personajes históricos y datos interesantes. Para ello acude a un amplio acervo literario y académico que curiosamente no llega a cansar. Virginia Woolf, Ursula Le Guin, Doris Lessing, Tove Ditlevsen, Siri Hudscet, y más escritores navegan en las páginas del libro como en su propia casa. Incluso a aquellos acostumbrados a la lectura literaria, esta cantidad de intertextos y espíritu humano probablemente les parecerá una delicia casi novelesca. Así que su técnica conecta con su anterior declaración, que todo escritor es más que él mismo y solo reescribe lo ya escrito hasta el punto de que “A veces adjudicas a otros frases que son tuyas, y por otro lado estoy convencida de que me he apropiado de frases ajenas creyéndolas propias…más de una vez me he descubierto inventando muy emocionada la gaseosa”. Esto lo complementa con anécdotas personales que exploran sus experiencias y creencias sobre la humanidad, de la que tanto le gusta hablar: “A mí me fascina explorar ambos extremos: la semejanza que todos compartimos, la peculiaridad que cada uno alimenta”, menciona, “no hay que tenerle miedo a los locos”. 

Rosa Montero hace un trabajo íntegro al usar su pluma bien familiarizada con la narrativa, su cabeza bien allegada a temas sobre locos y locuras, y una basta bibliografía al respecto, para hacer un libro fácil de leer. Sus anécdotas, documentación en psicología y mucho sentimiento moldean una refrescante miscelánea que no conoce la diferencia entre lo informativo, narrativo y explicativo. Más aún, el formato de crónica de cada capítulo permite leerlo en el orden que se desee. Mientras que el conjunto es una lista de situaciones atadas a la raíz que une a todos los locos, sin intentar en ningún momento definirlos; y también de características en la que más de algún lector podría reconocerse sin quedar ni ofendido ni decepcionado, gracias a la profunda capacidad de comprensión, curiosidad y tacto de la autora. En general, la lectura es amena,  ligera, absorbente y con una narrativa muy oral. En vez de bocetar la estatua de la locura, y pintarla de mil maneras, Rosa Montero logra martillearla, romperla a punto de quien la conoce y escribir con su sangre. Así que, si mi estimado lector estuviera interesado en este libro, o en los libros y la mente humana en general, puede encontrarlo en la biblioteca Hugo Gutiérrez Vega del Centro universitario del Sur con el código 863.44 MON 2022.

veronica.halvarez@alumnos.udg.mx