Año 15, Número 193.
Trilogía del Vagabundo de Knut Hamsun se encuentra en la Biblioteca Hugo Gutiérrez Vega del CUSur con la clasificación 839.8237 HAM 2007
José Emmanuel Navarro
El genio es un rayo cuyo trueno se prolonga durante siglos.
En sus retratos y fotografías relucía en sus ojos algo que expresaba una profunda angustia. Como si cada segundo fuera más largo que el anterior. Como si estuviera condenado a quedarse quieto en ese retrato para siempre. Cuando comencé a leerlo llegué haciéndole las más complejas preguntas. ¿Qué somos? ¿Quién soy? ¿Qué hacemos aquí? ¿Cuál es el sentido de la vida? Y esas cosas. Le hacía preguntas totales porque genuinamente esperaba respuestas totales. Lo que encontré me abarató tanto como saber que todas las frutas del mandado estaban podridas.
Porque su literatura no es de grandilocuencias. No busca darles respuesta a las preguntas, por más terribles que estas sean. Y esto no quiere decir que sus personajes no se formulen estas preguntas, por Dios, no. Relucen forjados en el abismo. En compañía de las inclemencias de la vida. No son inmunes al sufrimiento. El dolor, claramente permea en sus corazones. Los vuelve débiles. Pero a la vez los transforma en algo distinto. Los hace indestructibles.
“Esos arroyuelos cantan sin que nadie se detenga a oír su música humilde y, sin embargo, no se intranquilizan y prosiguen su suave canción, armonizada con el ritmo de todos los mundos”.
Knut Hamsun debió morir joven, y por su propia mano. No debió escribir ni la mitad de su obra. No debió ganar el nobel. No debió influir descaradamente en los más grandes escritores de la literatura más importante del siglo XX. Knut debió morir joven, afligido por la perversidad del paso del tiempo. Aterrado de la vejez y del éxito. Debió morir por su propia mano a causa de heridas graduales y enfermedades perniciosas, envuelto en la bilis del hambre y la sombra de la soledad. Igual que sus personajes. Porque ese es el mundo que retrata, es la realidad en la que él creía. Esa es la vida que contempló, esa es la vida que le tocó vivir. Uno supondría que eso es lo que merece. Pero no.
Él no sólo sobrevive, ¡Vive! y logra y hace y muere casi de cien años, bonachón y satisfecho. Al igual que sus personajes, en un mundo carente y plano, gris y osco, ellos son maravilla y resplandor. No porque sus personalidades o actos sean maravillosos y resplandecientes, sino porque eligen la vida ante todas las cosas. Y lo material va y viene concebido por un ascetismo que es casi aterrador de tan natural. Los personajes se permiten reír, charlar, comer, vender, perderse y encontrarse. No por una suerte extraña de metafísica sentimental, sino porque la vida continua con o sin ellos, y ellos lo saben, así que deciden continuar.
“El poeta debe siempre, en todos los casos, contar con la palabra temblorosa, la que me cuenta la cosa, la que con su acierto puede vulnerar mi alma hasta hacerle gemir. La palabra puede convertirse en color, en sonido, en olor; es tarea del poeta usarla de manera que funcione, que nunca falle y nunca rebote”.
Sus personajes, sus historias, sus ciudades, son como un guisante bajo el colchón. Cosa ínfima y reprochable, pero que para la princesa correcta significa todo. De entre tantos textos que se pueden leer, llegar a leer a Hamsun implica una increíble incomodidad. Por su crudeza situacional, por su descaro descriptivo, por lo lúcido de sus elocuencias, pero, sobre todo, por lo humano de su condición. Creo que eso es lo que más me parece impactante en una literatura tan digerible. Lo humano del retrato poético que concibió.
Así bien, no busquen respuestas en la lectura de Hamsun. No las hay. Lo que sí tiene, y en abundancia, es un placer casi morboso, por vivir una vida, carente de respuestas, en un mundo donde las preguntas son lo menos importante.
j.e_navarro@yahoo.com