Año 17, Número 236.

Chiles secos por montón, especias por doquier, la casa hecha un mar de olores y en mi paladar una imaginación de sabores.

Fotografía: cookpad

Evelyn Guzmán

Recuerdo muy bien ese olor a adobo rojo, y sé que es rojo porque es un olor que pica; recuerdo entrar a la casa después de llegar de trabajar en el mercado y saber que ese día íbamos a celebrar la navidad con un enorme plato de pozole; y cómo no saberlo, si la noche anterior a ésta mi abuelita me tenía limpiando el grano del pozole, ¡caray! Aún tengo esa masita entre las uñas, me negué a usar un cuchillo, pues mi uña era la medida perfecta para quitar la semilla del grano.

No es necesario que sea una fecha especial para que doña Estela prepare su rico pozole rojo, desde que ya no vivo en su mismo techo lo prepara cada vez que la visito, sólo se necesita que la economía alcance y ella se sienta bien de sus rodillas para degustar un plato tan exquisito.

Es un sentimiento que me abraza el estómago y el corazón, porque gracias a que ella me consiente con sus sabores, ahora me he vuelto delicada para el pozole blanco y que no pica, este pozole que abunda en la región del sur.

Escucho a mi abuela gritar que ya casi está la comida, que le traiga su coca de dieta y vaya por unas tostadas Horfi a la tienda de la esquina, y aunque haya un sol tremendo, dejo mi bolsa, tomo el dinero que dejó en la mesa y voy por el encargo. Claramente sé que no hace falta preguntarle si puedo comprar una Coca Cola de 2 litros y medio y unas galletas para más tarde –sé que estas líneas para un conocedor de nutrición puede ser espantoso, pero para mí es la gloria, como foránea, comer “bien” y llenarme un fin de semana–.

Al sentarme en la mesa, pico media cebolla sólo para mí, tomo un par de limones que exprimo en mi plato hondo color azul, de los que siempre tienen las abuelas, esta losa que parece que regalan en donde sea. Elijo el plato hondo, porque si de algo estoy segura es que el pozole de mi abuela es lo mejor y vale la pena comer todo el que puedas.

Al preparar mis alimentos, puedo darme cuenta de que el grano está en su mero punto, la carne de puerco suelta su vapor característico y ese caldo rojo brillante, con unos toques naranja, hace rugir mi tripa, pues no he comido desde muy temprano y la chamba estuvo pesada, ya que son las vísperas navideñas. Termino de preparar mi comida y le pregunto una vez más sobre mi bisabuelo Eduardo Romero, y cómo fue que fundaron la primaria en La Purísima; a ella le encanta contarme sobre su padre y yo amo verla reír y saber de dónde vengo. 

Dar el primer sorbo es lo más rico, partir la carne, el cuerito y echarle cada vez más picante hasta que enchile bien y pueda comer agusto; pongo la cebolla picada en el plato, el col y un poco de lechuga y rábanos  para terminar de decorarlo, saco las tostadas y las sopeo en el pozole. Sentir en mi paladar y mi lengua lo calentito del caldo, el sabor y el picor es lo más placentero en el mundo, les prometo que no hay sensación que se compare con ello; beber la Coca Cola bien helada y entre risas ver los ojos brillantes de mi abuela, es un regalo que no puedo pagar con nada, no hay momento que se le pueda comparar a éste, no hay una abuela como doña Estela y no existe un pozole como el suyo.

evelyn.guzman4123@alumnos.udg.mx