Año 17, número 258

Imagen: Lizeth Pérez

Verónica Jazmín Hernández Álvarez

Una vez alguien dijo que el mundo fue construido sobre las ruinas de imperios que se creyeron eternos. Recuerdo que leí la frase original en las profundidades de Pinterest, y solo después encontré que lo había dicho Camille Paglia en su libro Free Women, Free Men, de esta forma: “The Earth is littered with the ruins of empires that believed they were eternal.” Eso probablemente lo olvidaré; y recordaré solo la frase en ese etéreo y universal idioma de la mente que no entiende de fronteras lingüísticas. Pero no voy a hablar solo de eso. A lo que voy es que antes de escribir yo estaba pensando en la serie de Netflix Love, death + robots, específicamente un episodio que acababa de ver: “Tres robots”, primero de la tercera temporada. Fue este el que me recordó la frase, y ambos inspiran este texto. 

Love, death and robots es una popular serie que recopila cortometrajes animados, independientes entre sí, dirigidos a público adulto. Estos tienen una gran diversidad de temas y estilos de arte, pero mantienen una esencia similar: fantasía, ciencia ficción, terror y humor negro, según lo establecen las reseñas en internet, a las que adjunto la mia. Las historias, como es común, exploran las peculiaridades humanas desde varias perspectivas, pero me animo a decir que han tomado mucho de la ciencia ficción, empezando por el “death + robots” en el título. Este género suele explorar mundos hipermodernos, utópicos o distópicos, donde la sociedad no funciona, por lo general gracias a los mismos “errores” de siempre. También, llegan a incluir robots, aliens, viajes al espacio, seres humanos mejorados, y toda clase de tecnología avanzada que condiciona a la sociedad en diversos aspectos de su vida. Finalmente, es muy común que las producciones de ciencia ficción constituyan una crítica a determinados sistemas sociales, la tecnología, la ambición humana, la crisis moral, el abuso a la naturaleza u otros factores que eventualmente llevan al mundo a una situación límite y al borde del colapso. Y si bien esta serie no se encasilla en esto, sino que estira y juega con cada historia de manera muy creativa, lo antes mencionado es el caso del capítulo “Tres robots”. 

Dicho cortometraje sigue el viaje de tres robots que hacen turismo en las ruinas de la sociedad humana, después de que estos se autodestruyeran de diversas pero similares maneras. Lo primero que resulta interesante es identificar que cada robot tiene una personalidad y una forma física diferente (esto último sugiere que fueron creados por los humanos para funciones específicas), así como una una propia y extravagante opinión de las ruinas. No solo son seres sintientes, sino que son claramente identificables y útiles, como debe ser idealmente toda narración corta. Tenemos, primero, a un pequeño robot antropomórfico, algo redondeado, del tamaño de un niño de cinco o seis años y con un simpático rostro digital. Este, sin embargo, es el más activo y sádico; tiene una inclinación por lo violento, la fascina ver las formas en que murieron los humanos, es el principal vocalizador del humor negro y es de color rojo. El segundo robot tiene una forma antropomórfica más tradicional, estilizada y adulta, como en aquella película del 2004 “Yo robot”, pero con ojos más parecidos a cámaras y no a una inquietante imitación humana. Este es el portador de la curiosidad; su interés es el más turístico, le gusta hacer preguntas, juzga la manera en que los humanos se comportaban y mira con humor lo irracionales que eran. Finalmente, el tercer robot tiene forma de pirámide, una voz femenina y parece deslizarse por el suelo. Ella, diré más para distinguirla que porque tenga un género, es lo más cercano que hay a la voz de la razón. Es quién de las respuestas y la información, además de reflexionar a profundidad sobre lo ocurrido a la humanidad y su irónico destino. Estos tres personajes, como antes dije, son fáciles de identificar, porque representan ideologías, opiniones y formas de ver el mundo. El pequeño no tiene ningún tipo de compasión hacia los humanos, y más que ser fatalista, le divierte. Para él, nuestra raza probablemente merecía eso. Claro que este no es un comportamiento muy alejado de la forma en que vemos nuestra propia historia: como en un libro de texto escolar, la subjetividad, los testimonios y la literatura están opacados por información “correcta”, que establece objetivamente lo que sucedió y por qué. Ser objetivo no es necesariamente malo, pero puede llevar a ignorar diferencias individuales fundamentales que hubieran cambiado la historia. El robot curioso, en cambio, siente inquietud; se sorprende de que el ser humano se negara a salvar a toda la raza, o al planeta entero, cuando pudo haberlo hecho, por culpa del egoísmo. La robot, por su parte, hace reflexiones más profundas, pero cada vez que empieza a dar un discurso para explicarlas es irónicamente interrumpida por el robot pequeño. Al fin y al cabo, la historia se repite, y los sabios nunca son escuchados. 

Además, el desinterés de los robots por lo que le sucedió a las personas es casi escalofriante, aunque no es extraño dado que son de otra raza, que son más lógicos, que se rebelaron contra sus creadores y que estos hicieron lo mismo. Eso me hizo recordar un capítulo de la serie animada Bob Esponja, “Esponja celta”, donde el protagonista trata de ir a trabajar mientras evita que fuertes vientos hagan sonar los agujeros de su cuerpo como una flauta y atraigan medusas. Para ello, construye varias réplicas de roca gigantes de sí mismo, a fin de distraerlas. Sin embargo, para cuando tiene éxito su lugar de trabajo está enterrado en arena y abandonado. Tres mil años después, una raza avanzada investiga las estatuas de roca. Lo importante aquí es que nunca sabemos qué pasó con Bob Esponja, y resulta extraño ver que el mundo actual podría ser para el futuro sólo una atracción turística sobre un pasado inevitable. Pero esto no es lo inquietante, sino la calidad de diversión de este turismo en ambas series. A veces entramos en un museo buscando una experiencia divertida, impresionista o amarillista, y no la realidad (aunque esta pueda ser todo lo anterior). Así lo sugiere la periodista y escritora croata Slavenka Drakúlic en su texto “Una visita guiada al museo del comunismo”: “Por supuesto, puedo ver por qué están decepcionados: ¡no hay Stalin en una jaula, ni siquiera una momia de Lenin! Solo un montón de cosas viejas aquí, más como un depósito de chatarra, que de hecho lo es”. 

Ahora, aunque los personajes enriquecen el capítulo, y no son menos protagonistas que lo que serían los humanos, la historia se centra en estos últimos. En los cinco minutos (y segundos más) que abarca el episodio, aparecen cuatro localizaciones. Probablemente no haré una crítica mejor que la que hace un episodio tan corto y bien hecho, pero, en resumen, cada uno parece representar una época de la humanidad alineada con las clases sociales que la sostuvieron, e ignoraron a los que dejaban atrás. El primer destino de los robots es un campamento amurallado en el bosque, donde los humanos más pobres murieron de hambre o por sus propias trampas, al mismo tiempo que extinguieron varios animales. Esto recuerda a los primeros humanos sedentarios que empezaron a poseer y abusar de la tierra, así como el salvajismo de las primeras guerras que destruyeron civilizaciones. El segundo lugar es una plataforma de petróleo en el mar, donde los humanos millonarios usaron tecnología para sobrevivir, pero la escasez de pescado y la rebelión de sus robots inteligentes terminan matándolos. Imagino que con eso hablamos del cambio de los niveles de poder que sustituyó la fuerza, la política y  la religión por la tecnología y el capitalismo en la revolución industrial. Curiosamente también a aquellos millonarios se les amotinaron sus trabajadores pero, a diferencia de los robots, estos consiguieron unos derechos sin demasiado efecto hasta la fecha. El tercer lugar es un bunker donde los alimentos escasearon gracias a un virus, y los líderes mundiales que ahí permanecían terminaron comiéndose entre ellos utilizando el sistema de “saca un papelito” para elegir a la siguiente víctima de canibalismo. Si bien, siempre ha habido elites en el mundo, la globalización hizo de los líderes mundiales un concepto más moderno. Y, finalmente, los millonarios de élite que lograron construir cohetes para viajar a Marte y se deshicieron del resto de la población para ser los únicos en salvarse; pero solo un cohete logró salir al espacio. Estos últimos representan nuestra actualidad y a los nuevos poderosos: un mundo tan deteriorado que ya ni siquiera intentamos salvar, y donde aquellos que podrían ayudar usan su dinero en otras cosas. Y podríamos entender este final como una lección moral; que estamos en la época de la búsqueda de alternativas, y es nuestra decisión qué tipo de época será la siguiente. Porque sin el mundo nada vale la tecnología o el control mundial. Pero tal vez es por eso que en el cortometraje solo se salva un cohete: tal vez, al final, todo depende de la suerte. 

Pero entonces, si hablamos de la inevitabilidad de las cosas, ¿qué tiene de importante hablar de imperios, ruinas, y una ligera esperanza de aprendizaje? Pues ese es el asunto, el capítulo es, por una parte, una sátira a este tipo de pensamiento. No somos ellos, los que murieron en la guerra, los que se mataron entre ellos, los que cayeron en terribles trampas, pero…podríamos ser ellos. El cortometraje nos habla de la inutilidad del sentido de trascendencia cuando desarrollo y supervivencia no trabajan juntos. 

Vivimos en una sociedad líquida (cuestionese sobre ello a Bauman), fatalista, conformista, que confía demasiado en que el sistema de pensamiento embellezca lo inevitable. El discurso de esperanza desaparece detrás del humo vanidoso de la era moderna, con sus fábricas de copia y pega que, a pesar de los años, no han dejado de lanzarlo por sus chimeneas. Y en este triste cuadro, los robots son el imperio sobre las cenizas de una humanidad que se creyó eterna, que la encuentran sumamente irracional, pero están conectados a ella; conectados nada menos que a su talón de aquiles: los millonarios los crearon para sobrevivir a costa de los pobres, pero los robots sobrevivieron a costa de sus creadores, y aún existen seres como el robot rojo que no quieren escuchar la lección.