Año 14, número 169.
Las novelas y cuentos de esta escritora brasileña son profundos y enigmáticos a la vez. Sus libros fueron concebidos para ejecutarse lentamente, son verdaderas experiencias estéticas y del pensamiento
Ricardo Sigala
Este 10 de diciembre se celebra el centenario de la escritora brasileña Clarice Lispector. Autora de novelas, libros de cuentos, crónicas y libros infantiles, escribió una de las obras más auténticas, elaboradas y propositivas del siglo XX. Sus novelas y cuentos son profundos y enigmáticos a la vez. Por sus búsquedas técnicas y existenciales, la crítica la ha asociado con Kafka, Hesse, Joyce, Schulz, Gombrowicz, Borges o Bellow. La filósofa francesa Hélène Cixious escribió sobre ella de la siguiente manera: “Si Kafka fuera una mujer; si Rilke fuera una escritora brasileña judía nacida en Ucrania; si Rimbaud hubiera sido una madre, y hubiera llegado a cumplir 50 años; si Heidegger hubiera sido capaz de dejar de ser alemán… En este ambiente escribe Lispector”.
Atípica
Es una obviedad decir que resulta infrecuente que una mujer hiciera carrera literaria en América Latina a mediados del siglo XX. También es raro que una mujer fuera reconocida como una gran escritora en ese tiempo, más aún resulta que lo fuera de manera tan excéntrica, tan alejada de las formas de la literatura de su tiempo. Aun hoy en día, la de Lispector sigue siendo una obra que navega contra corriente, deliberadamente en contra de los usos.
Leer a Clarice Lispector
Pierden el tiempo los que quieran leerla de corrido y al ritmo de un libro de entretenimiento. Los libros de Lispector fueron concebidos para ejecutarse lentamente. Las frases cortas, reflexivas, los recursos poéticos y los constantes cambios de ritmo en la gramática y en la historia, hacen de sus libros verdaderas experiencias estéticas y del pensamiento. Aunque sus planteamientos y sus conflictos se arraigan en la realidad y la vida cotidiana, nunca sus libros son fáciles ni cómodos en el sentido de la cultura del esparcimiento. “No escribo para agradar a nadie”, fue una de las frases que repitió en varias ocasiones respecto a aquellos que se quejaban de no entender sus libros. En La Pasión según G.H., una de sus más celebradas novelas, escribe la siguiente nota preliminar: “para personas con el alma bien formada”, desconozco lo que haya querido decir con exactitud la expresión “alma bien formada”, pero sin duda deja claro que no se dirige a las masas.
Otra de las razones a las que se le puede atribuir su supuesta complejidad tiene que ver con la forma en que enfrenta la creación con respecto a los géneros literarios. Sus novelas, que se basan en anécdotas más que historias, son un territorio en el que la reflexión y la ejecución verbal se confunden con el ensayo y la poesía, incluso con el tratado filosófico. Por otra parte, su narrativa breve, a la que se le llama “cuentos” sólo por comodidad, exploran distintos géneros. Quienes los han estudiado aseguran que ciertas piezas con frecuencia dialogan con las crónicas que publicaba en diversos diarios de Brasil. Las obras de Clarice Lispector ponen en conflicto las convenciones de los géneros tradicionales y eso más que una debilidad, es, sin duda, una de sus virtudes.
Miseria anónima y felicidad
La hora de la estrella es un libro que habla sobre la vida de Macabea, una joven de la provincia del noroeste de Brasil que se muda a Rio de Janeiro. Macabea es una chica gris, poco agraciada, ignorante, ingenua, sin aspiraciones y sin iniciativa, encarna el último individuo que se nos pudiera ocurrir para ser la protagonista de una novela. Sin embargo, con ese personaje, Clarice Lispector ha escrito uno de los libros más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX.
Leer los libros de Lispector es una experiencia única, porque a cada página, en cada línea nos sorprende con frases de una particular inteligencia, pues aunque hable de las cosas de todos los días, lo dice de manera diferente e inesperada. La historia de La hora de la estrella no funciona de manera distinta. El narrador de la novela es un escritor, Rodrigo S. M., que quiere escribir sobre la cotidianidad de Macabea, mostrarnos su vida sin aspiraciones ni ningún tipo de realización, narra su miseria y sus desdichas, sin embargo, lo impresionante de todo esto es que como la norestina no tiene conciencia de sus carencias, de su forma de vida desventurada, ella no se da cuenta de su infelicidad. La propia autora lo dice de manera magistral: “Es la historia de una inocencia herida, de una miseria anónima, sobre una muchacha que no sabía que ella era lo que era y que por ello no se sentía infeliz”.
El libro es en esencia reflexivo y en momentos llega a ser desgarrador para el lector, pero es llevadero porque sabemos que la protagonista no padece sus desventuras. La historia de Macabea es un ejemplo de muchas de las mujeres que viajan de la provincia a la capital y se enfrentan a una vida de discriminación por ser pobres, por ser ignorantes y por ser mujeres.
Sin embargo, el libro tiene una historia detrás. Clarice Lispector lo publicó poco antes de su muerte. Lo escribió sabiéndose desahuciada por un avanzado cáncer de ovario. Acaso Lispector, al crear este personaje, proyectaba un deseo secreto de ser capaz de sobrellevar bien la vida a pesar de su desventura. Clarice Lispector escribió una hermosa novela sobre la felicidad sin recurrir a cursilerías ni lugares comunes. Sobre la felicidad discreta y mínima que seguro es la única verdadera.
Cotidianidad y trascendencia
Una mujer entra a la habitación asignada a la chica del servicio, tiene un inesperado encuentro: en el clóset se topa con una enorme y vieja cucaracha, el impacto es tal, que la posee un vendaval de reflexiones que terminan por modificar sus esquemas mentales. Este es el planteamiento de la novela La pasión según G. H. de Clarice Lispector, en ella se afronta el conflicto de la protagonista con la consciencia de que no es a ella a la que le está pasado esa experiencia, o más precisamente sí lo es, pero en ella se acumulan quince siglos de experiencia previa, es esa mujer específica de clase media alta en el Brasil de mediados del siglo XX, pero también es todas las mujeres que le anteceden, herederas atávicas de condicionamientos y estereotipos. Esa consciencia hace que no sólo ella, sino también los lectores entendamos que esa mujer no es sólo una mujer, sino La Mujer. Aquí aparece una de las recurrencias de la obra de Clarice Lispector, esta oscilación entre los más trivial y cotidiano y los asuntos trascedentes de la consciencia humana.
Su biografía
Clarice Lispector nació el 10 de diciembre de 1920 en Ucrania, hija de padres judíos que huían de pogromos antijudíos del Imperio Ruso. Su abuelo fue asesinado y su madre violada en la Primera Guerra Mundial. En 1922 lograron escapar de su país, huyeron a Moldavia, luego a Rumania, para finalmente establecerse en Brasil.
Salvar a la madre
La primera tarea encomendada a Clarice Lispector fue de gran responsabilidad, ella no existía aún, pero ya tenía un gran compromiso. A principios del siglo XX en Ucrania se tenía la idea de que un embarazo podía curar a una mujer enferma de sífilis. Su madre había sido violada y contagiada en la Primera Guerra, así que el nacimiento de Clarice tenía una expectativa superior a la de cualquier nacimiento. Como era previsible, la cura no llegó y su madre murió diez años más tarde. ¿Afectó esta situación a la futura escritora? ¿Está aquí el origen de su tendencia a la introspección y a los vericuetos emocionales? Resulta muy básico atribuir el origen de algo tan complejo como la construcción de una obra literaria a un único suceso de la vida. No obstante, esta historia aparece aquí y allá en los textos sobre la vida y la obra de Clarice Lispector.
Fue una niña a la que sus escritos le fueron rechazadas por periódicos y revistas infantiles, al parecer porque no contaban historias y no eran lo suficientemente infantiles. Publicó su primer libro, Cerca del corazón salvaje, a los 21 años, el cual fue recibido con gran entusiasmo por la crítica y obtuvo el premio Graça Aranha como mejor novela.
Tenía 45 años cuando, una noche, se recostó en su cama a fumar un cigarro, el sueño la venció y su recámara ardió en llamas. Lispector estuvo al borde de la muerte, permaneció varios meses en el hospital y prácticamente perdió su mano derecha. Su hermoso rostro fue también afectado por el fuego. Este accidente acrecentó sus famosas depresiones. A los 46 años se le diagnosticó un cáncer de ovario y en el trance de espera de su muerte escribió dos novelas: La hora de la estrella y Un soplo de vida. La primera la publicó el año de su muerte y la segunda apareció de manera póstuma.
Algo extraño deambula entre las páginas de La hora de la estrella, líneas arriba aventuramos la relación entre la protagonista que ignora su mala fortuna y por eso es feliz y la condición de desahuciada de la escritora. No en vano las últimas palabras de Lispector en su lecho de muerte, dirigidas a la enfermera que la cuidada en el hospital: “¡Se muere mi personaje!”
Clarice Lispector murió el 9 de diciembre de 1977 en vísperas de su cumpleaños número 57. Por alguna razón, quizás religiosa o cultural, no pudo ser enterrada el día de su cumpleaños, sino hasta el día 11. Sus restos fueron sepultados en el cementerio de Cajú. En su tumba no aparece el nombre de Clarice Lispector sino su nombre hebreo, con el que llagó a Brasil 55 años antes: Chaya Bat Pinkhas, que significa “la hija de Pinkhas”.
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El huevo y la gallina de Clarice Lispector
César Anguiano
San Juan de la Cruz escribió “Condiciones del pájaro solitario”, Lorrie Moore “Cómo convertirse en escritor”, yo alguna vez intenté algo similar en “Conduciendo en la madrugada”, pero quien se lleva las palmas en este tema, definitivamente, es Clarice Lispector con “El huevo y la gallina”. El escrito, aunque viene en la colección de Todos os contos de la autora, es más semejante a lo que nosotros llamamos ensayo. Es una reflexión aparentemente disparatada sobre el artista y su trabajo, un escrito que comienza como un juego un tanto confuso, pero que poco a poco se vuelve más claro, más profundo y dramático. Es uno de esos escritos que confortan a otros escritores, una especie de ungüento para curar las heridas del alma. Es también una crítica al entorno del escritor, a sus dones reales o imaginarios. Es una pequeña obra maestra más de las muchas que logró Lispector, una obra que nos hace comprender de golpe lo mal que hacemos en continuar ignorando o leyendo poco sus trabajos.
Desconozco si el cuento ha sido previamente traducido al español. Pero he querido traducirlo de nuevo con la esperanza de que otros lectores sientan la misma fascinación y placer que yo cuando lo leí por primera vez. La poesía, lo poético, dijo una vez Juan José Arreola, es lo único que hace que nuestra vida humana sea digna de vivirse. Clarice es definitivamente una de las grandes del siglo XX, a la par o incluso superior a muchos escritores más famosos. Inmigrante judía brasileña, elogiada y reconocida en su tiempo, no es sino ahora que empieza a reconocérsele como la escritora brasileña más importante de la centuria pasada.
EL HUEVO Y LA GALLINA
Clarice Lispector
Traducción de César Anguiano
En la mañana, en la cocina, sobre la mesa, veo el huevo.
Veo el huevo de golpe. De inmediato percibo que no puedo estar mirando un huevo. Mirar un huevo nunca ocurre en el presente: apenas veo un huevo y ya se vuelve un haber visto un huevo hace tres mil años. En el mismo instante de mirar el huevo, se transforma en el recuerdo de un huevo. Sólo ve un huevo quien ya lo ha visto. Tan pronto se mira es demasiado tarde: huevo visto, huevo perdido. Ver el huevo es la promesa de llegar un día a ver un huevo. Mirar miope e indivisible, si es que hay pensamiento. Pero no lo hay. Lo hay es un huevo. Mirar es el instrumento necesario que, después de usado, se arroja por la ventana. Me quedo con el huevo. El huevo no tiene un sí mismo. Individualmente no existe.
Ver el huevo es imposible: el huevo es supra visible así como hay sonidos supersónicos. Nadie es capaz de ver un huevo. ¿El perro ve al huevo? Sólo las máquinas ven al huevo. La grúa ve al huevo. Cuando yo era una mujer de la antigüedad un huevo se posó sobre mi hombro. El amor por un huevo tampoco se siente. El amor por un huevo es suprasensible. La gente no sabe que ama un huevo. Cuando yo era una mujer de la antigüedad, pues, fui depositaria de un huevo y caminaba lentamente para no turbar el silencio del huevo. Cuando morí, me separaron con cuidado del huevo. Aún estaba vivo. Sólo quien mira el mundo, mirará el huevo. Como el mundo, el huevo es algo obvio.
El huevo ya no existe. Como la luz de la estrella ya muerta, el huevo propiamente dicho, ha dejado de existir. Usted es perfecto, huevo. Usted es blanco. A usted dedico el comienzo. A usted dedico algo, por primera vez.
Al huevo dedico la nación china.
El huevo es una cosa suspensa. Nunca se posó sobre nada. Cuando se posa, no es él quien se ha posado. Fue una cosa que se quedó debajo del huevo. Miro al huevo en la cocina con atención superficial para no romperlo. Tomo el mayor cuidado en no entenderlo. Siendo imposible entenderlo, sé que si yo lo entiendo es porque estoy cometiendo un error. Entender es la prueba del error. Entenderlo no es el modo de mirarlo. Pensar en el huevo jamás es un modo de haberlo visto. ¿Será que sé algo sobre el huevo? Es casi seguro que lo sepa. Así: existo, luego sé. Lo que no sé del huevo es lo que realmente importa. Lo que no sé del huevo me da al huevo propiamente dicho. La luna está habitada por huevos.
El huevo es una exteriorización. Tener una cáscara es entregarse. El huevo desnuda a la cocina. Hace de la mesa un plano inclinado. El huevo expone. Quien se interna en el huevo, quien ve más que la superficie del huevo, está deseando otra cosa, tiene hambre.
El huevo es el alma de la gallina. La gallina torpe. El huevo seguro de sí mismo. La gallina asustada. El huevo cierto. Como un proyectil suspendido. Pues el huevo sólo es huevo en el espacio. Huevo sobre azul. Te amo, huevo. Te amo como una cosa que ni siquiera sabe que ama otra cosa. No lo toco. El aura de mis dedos es lo que lo percibe. No lo toco. Pues dedicarme a la contemplación del huevo sería morir para la vida mundana, y a mí me son necesarios la clara y el huevo. El huevo me mira. ¿El huevo me idealiza? ¿El huevo me piensa? No, el huevo apenas me ve. Es la falta de comprensión lo que duele. El huevo nunca batalló. Es un don. El huevo es invisible al ojo desnudo. De huevo en huevo se llega a Dios, el cual es invisible al ojo desnudo. El huevo se ovala. ¿Es el huevo básicamente un jarro? ¿Habrá sido el primer jarro moldeado por los etruscos? No. El huevo es originario de Macedonia. Ahí fue calculado, fruto de la más penosa espontaneidad. En las arenas de Macedonia, un hombre con una vara en la mano lo dibujó. Y después lo borró con el pie desnudo.
El huevo es una cosa que precisa tener cuidado. Por eso la gallina es el disfraz del huevo. La gallina existe para que el huevo atraviese los tiempos. Una madre es para eso. El huevo vive como fugitivo por estar siempre demasiado adelantado a su época. El huevo, por consiguiente, será siempre revolucionario. Vive dentro de la gallina para que no lo llamen blanco. El huevo es lo blanco mismo. Pero no puede ser llamado blanco. No porque eso le haga mal a él, sino a las personas que lo llaman así, esas personas están muertas para la vida. Llamar blanco aquello que es blanco puede destruir a la humanidad. Una vez un hombre fue acusado de ser lo que era, y fue llamado “Aquel hombre”. No habían mentido. Lo era. Pero incluso hoy no nos hemos recuperado del todo. Ley general por la que continuamos vivos: se puede decir “un rostro bonito”, mas quien dice “rostro” muere, por haber revelado y arruinado el secreto.
Con el tiempo, el huevo se volvió huevo de gallina. No lo es. Pero dotado de él, úsalo de sobrenombre. Debe decirse “el huevo de la gallina”. Si sólo se dijese “el huevo” se vendería el asunto y el mundo quedaría desnudo. En relación al huevo, el peligro es que se descubra lo que se podría llamar belleza, esta es su verdad. La veracidad del huevo no es verosímil. Si lo descubrieran, podrían querer obligarlo a volverse rectangular. El peligro no es para el huevo, él no se volvería rectangular. (Nuestra seguridad radica en que él no puede: no poder es la fuerza del huevo: su grandiosidad viene de la grandeza de no poder, que se irradia como un no querer). Pero quien intentase volverlo rectangular estaría perdiendo su propia vida. El huevo nos pone, por consiguiente, en peligro. Nuestra ventaja es que el huevo es invisible. En cuanto a los iniciados, ellos disfrazan el huevo.
En cuanto al cuerpo de la gallina, el cuerpo de la gallina es la prueba más grande de que el huevo no existe. Basta mirar a la gallina para que se vuelva obvio que es imposible que exista el huevo.
¿Y la gallina? El huevo es el gran sacrificio de la gallina. El huevo es la cruz que la gallina carga en la vida. El huevo es el sueño inalcanzable de la gallina. La gallina ama al huevo. Pero no sabe que el huevo existe. ¿Si supiese que lleva en sí misma un huevo, se salvaría? ¿Si supiese que tiene en sí misma el huevo, perdería su condición de gallina? Ser una gallina es la sobrevivencia de la gallina. Sobrevivir es la salvación. Pues parece que el vivir no existe. Vivir lleva a la muerte. Entonces, lo que la gallina hace, es estar permanentemente sobreviviendo. Sobrevivir se llama a mantener una lucha contra la vida que es mortal. Ser una gallina es eso. La gallina tiene el aire restringido.
Es necesario que la gallina no sepa que tiene un huevo. Si no, ella se salvaría como gallina, lo que tampoco está garantizado, pero perdería al huevo. Ella no sabe, entonces. Para que el huevo use a la gallina es que la gallina existe. Ella sólo existía para realizarse, pero sintió gusto. La tristeza de la gallina viene de eso: gustar no formaba parte de nacer. Gustar de estar vivo, duele. En cuanto a quién descubrió a quién antes, fue el huevo quien descubrió a la gallina. La gallina ni siquiera fue llamada. La gallina es claramente una escogida. La gallina vive como en un sueño. No tiene sentido de la realidad. Todo el miedo de la gallina viene de estar siempre interrumpiendo su devaneo. La gallina es un gran sueño. La gallina sufre de un mal desconocido. El mal desconocido de la gallina es el huevo. No sabe explicarse: “sé que el error está en mí misma”, llama error a su propia vida, “no sé sino lo que siento”, etc.
“Etc., etc., etc.” Es lo que cacaraquea el día entero la gallina. La gallina tiene mucha vida interior. Para hablar de la verdad la gallina sólo tiene realmente esta vida interior. Nuestra visión de su vida interior es lo que nosotros llamamos “gallina”. La vida interior en la gallina consiste en actuar como si entendiese. Cualquier amenaza y ella grita escandalosamente hecha una loca. Todo eso para que el huevo no se quiebre dentro de ella. El huevo que se rompe dentro de la gallina es como sangre.
La gallina mira el horizonte. Como si desde la línea del horizonte estuviera aproximándose un huevo. Además de ser un medio de transporte para el huevo, la gallina es tonta, perezosa y miope. ¿Cómo podría la gallina entenderse si ella es la contradicción de un huevo? El huevo es aún el mismo que se originó en Macedonia. La gallina es siempre la tragedia más moderna. Está siempre inútilmente al día. Y continúa siendo rediseñada. Aún no se encuentra la forma más adecuada para una gallina. Tan pronto mi vecino contesta el teléfono, rediseña con lápiz distraído la gallina. Pero para la gallina no hay esperanza, está en su condición no ser útil a sí misma. Siendo, quizá, su destino más importante que ella misma, y siendo su destino el huevo, su vida personal no nos interesa.
La gallina no reconoce el huevo dentro de ella, pero fuera de sí tampoco. Cuando la gallina ve el huevo piensa que está lidiando con una cosa imposible. Y con el corazón latiendo aprisa, con el corazón latiendo fuerte, se queda sin reconocerlo.
De repente veo el huevo en la cocina y sólo veo en él la comida. No lo reconozco, y mi corazón se acelera. La metamorfosis está realizándose en mí: comienzo a no poder ver más el huevo. Fuera de cada huevo particular, fuera de cada huevo que se come, el huevo no existe. Ya no logro continuar creyendo en un huevo. Estoy cada vez más sin fuerza para creer, estoy muriendo, adiós, miré en exceso un huevo y este me fue adormeciendo.
La gallina que no quería sacrificar su vida. La que optó por querer ser feliz. La que no percibía que, si pasase la vida dibujando dentro de sí como en una pintura al huevo, ella estaría siendo útil. La que no sabía perderse en sí misma. La que pensó que tenía plumas de gallina para cubrirse por poseer una piel preciosa, sin entender que las plumas eran sólo para suavizar la travesía mientras cargaba el huevo, porque el sufrimiento intenso podría perjudicar al huevo. La que pensó que el placer era un regalo sin darse cuenta que era para que se distrajese totalmente mientras el huevo se formaba. La que no sabía que “yo” es apenas una de las palabras que se dibujan mientras se atiende el teléfono, mero intento de buscar una forma más adecuada. La que pensó que “yo” significaba tener un “yo mismo”. Las gallinas perjudiciales al huevo son aquellas que son un “yo” sin tregua. En ellas el “yo” es tan constante que ellas ya no pueden pronunciar la palabra huevo. ¿Pero, quién sabe si no era de eso mismo que el huevo necesitaba? Pues si ellas no estuviesen tan distraídas, si prestasen atención a la gran vida que toma forma dentro de ellas, atraparían al huevo.
Comencé a hablar de la gallina y hace mucho que ya no hablo de ella. Pero aún estoy hablando del huevo.
Y es que no entiendo al huevo. Sólo entiendo de huevo roto: lo rompo en el refrigerador. Es de este modo indirecto que me ofrezco a la existencia del huevo: mi sacrificio es reducirme a mi vida personal. Hice de mi placer y de mi dolor mi destino disfrazado. El tener apenas la propia vida es, para quien ya vio el huevo, un sacrificio. Como aquellos que, en el convento, barren el suelo y lavan la ropa —sirviendo sin la gloria de un trabajo más noble— mi trabajo es el de vivir mis placeres y mis dolores. Es necesario que yo tenga la modestia de vivir.
Tomo un huevo más en la cocina, rompo su cascarón, su forma. Y es a partir de ese preciso instante que nunca existió un huevo. Es absolutamente indispensable que sea alguien ocupada, que sea una distraída. Soy indispensablemente uno de los que reniegan. Soy parte de la mazonería de los que vieron una vez el huevo y lo niegan con el fin de protegerlo. Somos los que se abstienen de destruir y en eso se consumen. Nosotros, agentes disfrazados e distribuidos en los trabajos menos interesantes, nosotros nos reconocemos en ocasiones. En un cierto modo de mirar, en el modo de dar la mano, nosotros nos reconocemos y a esto llamamos amor. Deja de ser necesario el disfraz: aunque no se hable, ni se mienta, aunque no se diga la verdad, ni sea ya necesario disimular. El amor ocurre cuando nos es concedido participar un poco más. Pocos soportan perder todas las otras ilusiones. Están los que se consagran al amor pensando que el amor enriquecerá la vida personal. Pero es al contrario. El amor es, finalmente, la pobreza. Amor es no tener. El amor es, incluso, la desilusión de lo que se pensaba que era amor. Y no es un premio, por eso no invade, el amor no es un premio, es una condición concedida exclusivamente a aquellos que, sin él, corromperían el huevo con el dolor personal. Eso no hace del amor una excepción honrosa, él es concedido precisamente a los malos agentes, a aquellos que arruinarían todo si no les fuese permitido adivinar vagamente.
A todos los agentes le son dadas muchas ventajas para que el huevo se forme. No viene al caso tener envidia, pues incluso algunas de las condiciones, peores que las de los otros, son apenas las condiciones ideales para el huevo. En cuanto al placer de los agentes, ellos también lo reciben sin orgullo. Austeramente disfrutan de todos los placeres, es incluso nuestro sacrificio para que el huevo se haga. Nos ha sido impuesta, incluso, una naturaleza muy adecuada para el placer. Lo que facilita, o por lo menos vuelve menos penoso el placer.
Hay casos de agentes que se suicidan: encuentran insuficientes las poquísimas instrucciones recibidas, y se sienten sin apoyo. Escuché el caso de un agente que reveló públicamente ser agente porque le resultó intolerable no ser comprendido, ya no soportaba más vivir sin el respeto ajeno: murió atropellado cuando salía de un restaurante. Escuché de otro que no necesitó ser eliminado: él mismo se consumió lentamente en la revuelta. Su revuelta comenzó cuando descubrió que las dos o tres instrucciones recibidas no incluían ninguna explicación. Escuché de otro también eliminado, porque le parecía que “la verdad debe ser valientemente dicha”, y comenzó en primer lugar a buscarla; de él se dice que murió en nombre de la verdad, pero lo cierto hecho es que él estaba haciendo más difícil la verdad con su inocencia; su aparente valentía era un disparate, y era ingenuo su deseo de lealtad, él no comprendía que ser leal no es cosa limpia, que ser leal es ser desleal con todo lo demás. Esos casos extremos de muerte no son por crueldad. Es que hay un trabajo, digamos cósmico, que debe ser hecho, y los casos individuales, infelizmente, no pueden ser tomados en consideración. Para quienes sucumben y se vuelven individualistas es que existen las instituciones, la caridad, la comprensión que no discrimina motivos, nuestra vida humana, en fin.
Los huevos hacen toc-toc desde el refrigerador y, sumergida en el sueño, preparo el café de la mañana. Sin ningún sentido de la realidad, grito a los niños que saltan de varias camas, arrastran las sillas y comen, y el trabajo del día amanecido comienza gritando, riendo y comiendo, clara y yema, alegría entre migas, día que es nuestra sal y nosotros somos la sal del día. Vivir es en extremo tolerable, vivir nos ocupa y distrae, vivir hace reír.
Y me hace sonreír en mi misterio. Mi misterio es que yo soy apenas un medio, y no un fin, me han dado la más maliciosa de las libertades: pero no soy tonta y lo aprovecho. Incluso, francamente, hago un poco de daño a los demás. El falso empleo que me dieran para disfrazar mi verdadera función, porque aprovecho el falso empleo y de él hago el mío verdadero: incluso el dinero que dan como diario para hacer más fácil mi vida, de modo que el huevo se forme, porque ese dinero yo lo he usado para otros fines, desvío de fondos, últimamente compré acciones de Brahma y soy rica. A todo eso llamo aún tener la modestia necesaria de vivir. Y también el tiempo que me dieran y que nos dan apenas para que en el ocio honrado el huevo se forme, porque he usado ese tiempo para placeres y dolores ilícitos, olvidándome por completo del huevo. En esto consiste mi simpleza.
¿O es eso mismo lo que ellos quieren que me suceda, precisamente para que el huevo se cumpla? ¿Se trata de libertad o recibo órdenes? Porque vengo notando que todo lo que es error mío ha sido aprovechado. Mi revuelta es que para ellos no soy nada, soy apenas bonita: ellos cuidan de mi segundo a segundo, con la más absoluta falta de amor, pues soy apenas bonita. Con el dinero que me dan, ando bebiendo últimamente. ¿Abuso de confianza? Pero sucede que nadie sabe cómo se siente por dentro aquel cuyo empleo consiste en fingir que está traicionando y que termina dando crédito a su propia traición. Cuyo empleo consiste en olvidar diariamente. Aquel de quien es exigida una aparente deshonra. Ni mi espejo refleja ya un rostro que sea mío. O es un agente, o es la traición misma.
Pero duermo el sueño de los justos pues sé que mi fútil vida no se interpone en la marcha del gran tiempo. Por el contrario: parece que se exige de mí que sea en extremo fútil, se exige de mí, incluso, que duerma el sueño de los justos. Ellos me quieren ocupada y distraída, y no les importa cómo. Porque con mi atención errada y mis grandes disparates, yo podría entorpecer lo que se está haciendo a través de mí. Y que yo misma, yo propiamente dicha, sólo he servido realmente para interponerme. Lo que me revela que tal vez yo sea un agente es la idea de que mi destino me sobrepasa: por lo menos eso debieran dejarme adivinar. Yo sería uno de aquellos que harían mal su trabajo si no adivinasen un poco; me harían olvidar lo que me dejan adivinar. Pero vagamente me quedó la noción de que mi destino me sobrepasa, y de que soy un instrumento del trabajo de ellos. Pero de cualquier modo es sólo un instrumento lo que podría ser, porque el trabajo no podría ser realmente mío. Ya probé establecerme por cuenta propia y no dio resultado, me quedó hasta hoy esta mano trémula. Si hubiera yo insistido un poco más, hubiera perdido para siempre la salud. Desde entonces, desde esa malograda experiencia, procuro pensar de esta manera: que ya me fue dado mucho, que ellos ya me concedieron todo lo que puede ser concedido; y que otros agentes, muy superiores a mí, apenas trabajaron también para lo que no conocían. Y con las mismas poquísimas instrucciones. Ya me fue dado mucho; esto, por ejemplo: de vez en cuando, con el corazón latiendo fuerte por el privilegio. Yo por lo menos sé que no estoy reconociendo, con el corazón latiendo fuerte por la emoción, yo por lo menos no comprendo, con el corazón latiendo con fuerza por la confianza. Yo por lo menos no sé.
¿Pero y el huevo? Este es uno de los subterfugios de ellos: mientras yo hablaba sobre el huevo, me había olvidado de él. “Habla, habla”, me instruían ellos. Y el huevo quedó enteramente protegido por tantas palabras. Hablar mucho es una de las instrucciones, estoy tan cansada.
Por devoción al huevo lo olvidé. Mi olvido necesario. Mi ruin olvido. Porque el huevo es un esquivo. Delante de mi posesiva adoración él podría retraerse y no volver nunca. Pero si él fuera olvidado. Si yo hiciera el sacrificio de vivir apenas mi vida y de olvidarlo. Si el huevo fuera imposible. Entonces, libre, delicado, sin mensaje alguno para mí, tal vez una vez más, se mueva por el espacio hasta esta ventana que desde siempre tengo abierta. Y de madrugada baje a nuestro edificio, sereno hasta la cocina, iluminándola con su palidez, que también es la mía.