Año 16, Número 227.
He ingerido un formidable trago de veneno. […]
La violencia del tósigo retuerce mis miembros, me deforma, me abate […]
¡Es el infierno, la pena eterna! […]
Ardo como es debido”.
Arthur Rimbaud
Andrés Arreguín
El poeta, muchas veces llamado el enfant terrible por los poetas “sénior” con los que convivió en París, vio algo en la literatura, especialmente en la poesía, que le obligó a renunciar a ella.
En la historia de las letras ha habido personajes que alcanzaron un nivel literario admirable desde edad temprana. Jóvenes prodigio, infancias brillantes y eruditos de la palabra que crecieron para convertirse en grandes poetas, narradores y dramaturgos. Pero pocas veces nos encontramos con quienes han alcanzado la cúspide de su literatura antes de cumplir los 20 años de edad. Tal es el caso de Arthur Rimbaud.
Su obra de mayor importancia para nosotros es sin duda Una temporada en el infierno, la cual publicó por sus propios méritos a los 19 años. Imprimió tan sólo un centenar de ejemplares, los cuales repartió entre sus amigos. 150 años después seguimos hablando de los alcances que tuvo el poema y de cómo cambió el rumbo de la literatura universal para siempre.
Tras haberse publicado su obra magna, nueve años después y cinco antes de su muerte, aparecería su última publicación en vida: Iluminaciones. Estos dos textos representan la visión de un joven que se adelantaba ferozmente a la marcha acelerada de la modernidad. Él lo dijo ya en el último capítulo de su largo poema en prosa: “Hay que ser absolutamente moderno […] conservar el camino ganado”.
Rimbaud logró algo que la mayoría de nosotros, lectores, literatos o aficionados de las letras, jamás podremos conseguir: una rehabilitación total de la literatura. ¿Habrá visto algo durante aquel viaje a las entrañas del abismo que lo convenciera a retirarse de la escritura para siempre? Después de Una temporada en el infierno y de su tumultuosa relación con Verlaine, el gran poeta con quien pasó varios años de su vida en un romance digno de una obra dramática, el “niño terrible” se decidió a cambiar de rumbo. Se enlistó en el ejército colonial neerlandés con el fin de poder viajar por Europa sin invertir un centavo. Después, dejó la milicia por el comercio de café y armas de fuego. Se afincó en Etiopía y se convirtió al Islam. Ahí enfermó de cáncer de hueso y le amputaron la pierna izquierda. Vivió sus últimos años plácidamente al cuidado de su hermana menor, Isabelle, quien después de su muerte se encargaría de limpiar el nombre de su buen hermano, para al menos salvar su recuerdo de la condena infernal.
“Regresaré con miembros de hierro, la piel ensombrecida, la mirada furiosa. […] Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos feroces lisiados reflujo de las tierras cálidas. Intervendré en política. Salvado”.
Como profeta, Rimbaud cumple con su destino que visiona durante su estancia en el infierno. A manera de cierre a este texto tributario, cito una línea del capítulo que finaliza su gran libro, en el cuál parece invitarnos a ser parte de aquella salvación, sea cual sea y como fuera, a la que finalmente alude en su texto. “Y con la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades”.
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