Año 16, Número 227.

Imagen: Freepik

Francisco Javier Uribe Torres

Era la madrugada de un martes, después de 24 horas de viaje aterrizaba en el aeropuerto de Guarulhos, São Paulo. Medio había dormido, más o menos comido, era un país totalmente nuevo, la gente no habla español, con trabajos habla inglés. Vivimos en un mundo tan centralizado, que creemos que saber inglés nos va a facilitar las cosas en cualquier parte del mundo, pero no es así. La comunicación era complicada. El aeropuerto estaba muerto, solo, los establecimientos estaban cerrados, la gente dormida en el suelo. No sabía a dónde me dirigía. Observé con cuidado la información del aeropuerto, pregunté a algunas personas y llegué al área donde debía documentar mi maleta. Cambió el horario de mi vuelo, así que tuve que quedarme en Brasil toda la madrugada y todo el día. Llegué a una sala de espera, acomodé una de mis maletas a manera de almohada, pero no pude conciliar el sueño, por mi mente había una avalancha de pensamientos con respecto al viaje que estaba emprendiendo. 

Unas horas después, una mujer alta, de tez negra, pelo rizado y muy corto, se sentó cerca de mí. Se presentó preocupada “mi nombre es Eiram Siger”. Me preguntó si yo era de ahí, le respondí que no. Explicó que perdió su vuelo rumbo a Bogotá porque necesitaba un certificado que indicara que no tenía fiebre amarilla, buscaba la dirección de una oficina de salud donde le expedirían dicho documento. Estábamos los dos atrapados en Brasil. Dice aquella gran escritora uruguaya, Cristina Peri Rossi, que desde orígenes remotos, ofrecer un cigarrillo es símbolo de cordialidad, amistad, buen recibimiento. Con la intención de dispersarla un poco, le pregunté si fumaba, dijo que sí, entonces salimos a fumar. Peguntó si esos cigarrillos eran de México, respondí que sí. “Es que los cigarros de aquí son muy fuertes y no se disfrutan” dijo. Mientras fumábamos acordamos que sería buena idea preguntar a un taxista, ya que amaneciera, cuánto le cobraba por llevarla a la oficina que necesitaba ir.

Me contó sobre su destino, yo sobre el mío, me dijo que ella había nacido en Venezuela y que por la situación que atraviesa el país salió de ahí ya hace años. Vivió un tiempo en Brasil, pero ahora iba a Colombia a visitar a sus hijos que también se habían ido de Venezuela. Cuando amaneció le preguntamos a un taxista cuánto costaba llegar a la oficina donde expedirían el certificado que Eiram requería, el precio en reales era barato, pero ninguno teníamos reales suficientes, preguntamos el precio en dólares y era excesivo. “Le diría que se los presto, pero seguramente nunca la volveré a ver, así es que se los regalo” dije. Ella le dijo al taxista que no quería el servicio. Volvimos a nuestra sala de espera “no dejes que nadie abuse de ti, yo sé que me ofreciste tu dinero de buena fe, pero allá a dónde vas no sabes con qué te vas a encontrar, te lo agradezco mucho, pero cuídalo, no te lo gastes. Ahora voy y saco reales al cajero” dijo. Cuidé las maletas de Eiram, volvió con dinero, subió al taxi y fue hacia la oficina, nos despedimos momentáneamente, pues era de mañana y yo debía esperar hasta la noche por mi vuelo. Prometió volver para seguir esperando juntos.

Dormí por una hora y media, nunca había experimentado un cansancio y un sueño como los que sentía en ese momento. Pensaba en ese dicho que tenía mi abuela: “Te vas a quedar dormido como los pollos, parado”. Eiram volvió con el documento que necesitaba. Mientras pasaba el tiempo me confesó que su destino final era California, pues el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos hizo una ley que proclama que las personas nacidas en Venezuela pueden adquirir un permiso para trabajar durante dos años allá. Eiram estudió la carrera en bioanálisis. Momentos más tarde confesó que no se fue del país por la situación, sino que, ella peleaba por los derechos de los trabajadores de la salud en Venezuela. Fue amenazada de muerte, por eso salió del país. Allá dejó una historia, familia, amores y un laboratorio bien equipado del que se hacía cargo otro químico amigo que le envía remesas ocasionales.

Eiram y yo nos turnábamos para ir al baño, dormir y el adaptador para cargar nuestros teléfonos. Paseábamos por el aeropuerto una y otra vez, hablé con mi familia mientras estaba con ella, ella habló con la suya mientras estaba conmigo y ambos le decíamos a nuestros familiares que la espera se había hecho más amena porque encontramos a alguien con quien esperar. Compartimos los sagrados alimentos, me traía café, me compró un helado de açaí, que es una fruta característica de Brasil, parecida a un arándano fresco, la ayudé a averiguar información sobre el cambio de horario en su vuelo. 

En el aeropuerto de Guarulhos había autores vendiendo libros de filosofía, religión, autoayuda. Se acercaban hablando portugués para venderlos, no compré, no entendía a los vendedores, además los libros estaban escritos en una lengua que no entiendo, otros más hábiles preguntaban si hablaba portugués, cuando les decía que no, se iban. Llegó una chica con el mismo propósito, vender, Eiram le regateó dos libros, me regaló uno. La chica le preguntó “falam português?” “No, pero mi amiguito va a aprender, te doy esto para que siempre que lo veas me recuerdes, no le tengas miedo al portugués, es muy parecido al español, no se te va a hacer difícil”. Eiram compró dos libros, pues cuando ella viera el suyo se acordaría de mí.

Con Eiram compartí tiempo, comida, vida, gustos, formas de pensar, cigarrillos. Decía que yo era un angelito que Dios le había mandado para ayudarla. No se lo dije, pero ella era el ángel que la vida me había mandado para que este viaje fuera ameno y disfrutable, a pesar de las horas, el sueño y el cansancio que se volvían cada vez más pesados. 

Eiram es una mujer aguerrida, fuerte, es difícil de doblegar, una defensora de los derechos de los trabajadores de la salud en su país. Nunca olvidaré a Eiram, lo buena que fue conmigo y cuánto compartimos juntos. Agradezco a la vida por el tiempo que estuve en Brasil y al vuelo retrasado. 

Llegaron las 9 de la noche, momento de documentar una vez más mi maleta, me despedí de Eiram con lágrimas en los ojos: “Que tenga una bonita vida, gracias por todo, me dio mucho gusto conocerla.” “Gracias a ti mi angelito, que tenga una buena vida y disfrute su experiencia”.

javier.uribe@alumnos.udg.mx