Año 18, número 273.

Estancia académica en la Universidad
Fotografía: Ricardo Cuevas

En el ciclo escolar 2024B, fui seleccionado para participar en el Programa de Estancias Académicas (PEA) de la Universidad de Guadalajara, con destino en la Universidad de Tsukuba (筑波大学), ubicada en la ciudad del mismo nombre, en la prefectura de Ibaraki (茨城県), al noreste de Tokio, Japón. Mi llegada al país fue el 19 de septiembre de 2024, y desde el primer momento me enfrenté al reto de adaptarme a un entorno completamente nuevo: un idioma desconocido en la vida cotidiana y una serie de trámites administrativos que parecían interminables.

Los inicios en Tsukuba fueron intensos y estresantes. Tenía que registrarme en el ayuntamiento, inscribirme en el sistema de seguridad social nacional, solicitar la exención del pago de la pensión japonesa y registrar mis materias, todo sin contar con una bicicleta, el medio de transporte esencial para los estudiantes. Afortunadamente, la universidad me asignó un pequeño departamento en Ichinoya (一の矢), al norte del campus, equipado con lo necesario: baño con regadera, cocina, escritorio y un balcón con vista a un gran entorno natural apreciable desde el cuarto piso donde me alojaba.

El clima era cálido y húmedo, típico del verano japonés que se resistía a dar paso al otoño, con una vegetación frondosa que aún conservaba los colores del verano. Mis primeras impresiones de la biodiversidad local fueron la gran cantidad de cuervos, de insectos y, sobre todo, de las arañas Joro (Trichonephila clavata), que parecían estar en cada rincón tejiendo sus grandes redes.

A pesar de la diferencia horaria que coloca a Japón 15 horas en el futuro con respecto a nuestra zona horaria local, logré adaptarme rápidamente a la rutina y adopté el hábito de salir a correr por las mañanas antes de preparar mi desayuno diario que constaba de huevos con queso, acompañados con el delicioso arroz japonés cocinado a la perfección por mi arrocera automática, herramienta esencial para mis comidas diarias.

Cada estudiante de intercambio recibe apoyo de un tutor local, un alumno voluntario que facilita la integración apoyándote en trámites escolares, trámites en el ayuntamiento e incluso te apoyan para socializar en tu nuevo entorno. Gracias a mi tutora, pude registrar mis materias sin contratiempos y estar listo para comenzar clases el 1 de octubre. A pesar que en el Centro Universitario del Sur yo pertenezco a la Carrera en Médico Cirujano y Partero, mi carga académica en Tsukuba fue diversa, constituida por: cuatro materias de ciencias médicas, una materia sobre discapacidades, cinco materias de japonés, una del programa de intercambio y, por azares del destino, una materia de ingeniería.

Fue en las clases de japonés donde encontré un espacio de convivencia multicultural. Mis compañeros provenían de varios países como Kazajistán, Alemania, España, Indonesia, Malasia, Canadá, Tailandia y Turquía, entre otros países, así como de muchas carreras distintas y motivos personales para haber terminado en la Universidad de Tsukuba conmigo, lo que me permitió conocer diferentes formas de pensar, vivir y divertirse.

El club de trampolín, el cual se llevaba a cabo los miércoles y domingos en el gimnasio central, se convirtió en otro pilar de mi experiencia. Aunque era el único extranjero, fui recibido con calidez y aproveché la oportunidad para practicar el japonés en un ambiente relajado y desafiante, al mismo tiempo que disfrutaba de brincar en los trampolines profesionales con los que contaba el gimnasio.

A lo largo de las semanas, pude observar cómo el clima en Tsukuba se transformaba gradualmente. El ambiente cálido y húmedo que caracterizó mis primeros días dio paso a un frío seco y penetrante, capaz de resecar la piel en cuestión de horas —algo que comprobé por experiencia propia cuando descuidé el uso de crema humectante—. Para diciembre, las temperaturas nocturnas ya rozaban los grados bajo cero, especialmente durante las festividades de fin de año. Era común despertarme con el vaho de mi aliento condensándose en el aire dentro de mi departamento, una clara señal de que el invierno había llegado con toda su intensidad.

Mis viajes fuera de Tsukuba incluyeron una visita a Osaka en octubre, donde reencontré a un amigo del CUCEI que también participó en el PEA durante el semestre anterior, y un breve recorrido por Kioto en compañía suya. Más tarde, en noviembre, entre los amigos internacionales planeamos un pequeño viaje grupal, en este viaje exploramos el pueblo de  Nikkō (日光), en la prefectura de Tochigi (栃木県), donde visitamos sus principales atractivos como el Puente Shinkyō (神橋), el Santuario Tōshōgū (日光東照宮) y las cascadas de Kegon (華厳の滝).

Dentro de la ciudad de Tsukuba, cada experiencia se convirtió en una oportunidad para descubrir algo nuevo. En tres ocasiones distintas escalé el Monte Tsukuba, donde desde la cima pude admirar el perfil de Tokio y, en días despejados, el majestuoso Monte Fuji. Las dos primeras ascensiones fueron en grupo, pero la tercera fue una aventura solitaria: pedalear mi bicicleta en la oscuridad de la noche para llegar al inicio del sendero y conquistar la montaña con el flash de mi teléfono. Junto a compañeros, también escalamos el Hokyozan (宝篋山) y exploré con un amigo las ruinas del castillo Oda, siempre acompañado de mi fiel bicicleta. Los momentos de diversión tampoco faltaron, como cuando mis amigos del club de trampolín me invitaron a jugar bolos. 

La ciudad también me ofreció su lado cultural y científico. Visité el fascinante museo de la agencia espacial JAXA, donde aprendí sobre la exploración espacial japonesa; el Museo de Ciencias de Mapas y Topografía, que despertó mi curiosidad por la cartografía; y el Tsukuba Expo Center, un espacio interactivo dedicado a la innovación tecnológica. Cada visita fue una ventana a diferentes facetas de Japón: su historia, sus avances científicos y su capacidad para preservar y compartir el conocimiento. 

Como estudiante de la Universidad de Tsukuba, viví momentos que marcaron mi estancia. Uno de los más memorables fue en la clase de «Bases para leer artículos científicos en inglés», cuando pasé al frente para explicar a mis compañeros japoneses en inglés— el método para crear «ratones knockout» mencionado en el artículo que analizábamos.

Los espacios informales también tejieron recuerdos imborrables, como esas mañanas en la panadería de la universidad, o dentro del Starbucks, donde amigos de distintos países nos reuníamos a conversar entre risas y bocados dulces. Y, por supuesto, no puedo olvidar el «Shohosai», el festival anual de la universidad: los puestos de comida atendidos por estudiantes, los conciertos al aire libre y los fuegos artificiales que iluminaron la noche, creando un ambiente de celebración que unió a toda la comunidad estudiantil.El 27 de febrero, al empacar mis maletas, entendí que esta experiencia no fue una simple pausa en mis estudios, sino un crecimiento personal y académico.

Pero el viaje aún no terminaba: tuve la fortuna de recorrer Japón con mi hermana, desde Tokio hasta Osaka, explorando ciudades como Kioto, Nara y Kobe. Visitamos museos, templos centenarios y hasta vivimos la magia de Disney SeaWorld. Cada rincón descubierto —desde los jardines zen de Kioto hasta los ciervos sagrados de Nara— fue un recordatorio de cuánto había aprendido a moverme en este país que ya sentía como un segundo hogar. 

El 11 de marzo, al abordar el avión de regreso a México, miré por la ventana el mismo aeropuerto que había pisado casi seis meses atrás. Pero yo ya no era el mismo: la Universidad de Guadalajara no solo me había dado la oportunidad de estudiar en Tsukuba, sino de transformarme en alguien capaz de adaptarse a un mundo sin español, de valorar un sistema de transporte centrado en las personas, y de descubrir que la gastronomía japonesa podía hacerme olvidar —al menos por un momento— las tortillas de maíz.

Agradezco profundamente a la Universidad de Tsukuba, a su unidad de apoyo estudiantil, a mi tutora y a mi tutor adoptivo por guiarme en esta aventura. Pero, sobre todo, a la Universidad de Guadalajara por hacer posible lo que hoy sé fue más que un intercambio: una lección de vida.

Ricardo Cuevas Mendoza.

ricardocuevas082@gmail.com