Año 15, Número 206.

Texto leído en el homenaje luctuoso a Vicente Preciado Zacarías

Azucena Rodana

Los prados asfódelos son un lugar que en la mitología griega está reservado para las almas de aquellos que vivieron una vida en congruencia, que fueron ecuánimes en su percepción del bien y del mal. Es un lugar que no se parece a ninguno, “lucientes ampos” de asfódelos son la alfombra que aquellos pies surcan, en los que se apoya la brevedad del alma, estando allá, entre el Érebo y el Tártaro, el peso de la carne tal vez ni siquiera sea el recuerdo de esta vida. Los campos asfódelos son también asignados para quienes fueron mediocres y pasaron inadvertidos, los que se conformaron y se dejaron. La primera vez que leí la palabra asfódelos fue en el ensayo titulado “Ana Frank en la prepa”, incluido en el libro de ensayos Estos setenta y siete,su autor Vicente Preciado Zacarías narra su estancia en Ámsterdam y una visita guiada a la casa de la autora. La etimología de la palabra edelweiss viene del alemán edel que significa noble y weiss que significa blanco y hace referencia a la pureza, su definición sería: pureza noble. Desconozco si en realidad cuando mi maestro visitó aquella casa, sobre la escalera los niños polacos habían dejado ramitos de asfódelos y edelweiss, como describió en su texto.

¿Se puede conocer a una persona a través de su escritura? Yo no sé si llegué a conocer al que fue compañero de mi abuelo paterno cuando juntos dieron clases en la prepa y sumaron esfuerzos para fundarla en la Casa del Arte, en esta casa que ahora lleva su nombre. Tampoco puedo asegurar que lo conocí cuando en mi infancia corrí con mi locura e imprudencia de ocho años por los rincones de su morada y me adentré a aquél pasillo que me condujo a una terraza, ese instante mirando al doctor es el más vivo recuerdo que tengo de mi padre, su mano estaba encima de mi hombro y juntos avanzamos, mi padre y yo, mientras Vicente Preciado nos invitaba a entrar a su casa. Así es la memoria, así son los recuerdos. No supe si aproveché todas “las horas y los días que fueron nuestros en el aula de clases” o cuando regresé en repetidas ocasiones a su comedor y siempre me recibió con un buen vino de mesa y una cátedra literaria que se extendía en cada encuentro. No sé si conocí a mi maestro.

Al leerlo vuelvo a su casa, a su trattoria, “ese lugar donde te tratan bien”, decía Arreola. Tenemos una plática pendiente en el comedor, en el ónfalos de Vicente mientras observo a través de su ventana, al fondo está la terraza y él platica conmigo; al leerlo también lo escucho en la congregación de un aula de clases de pie y de frente; al leerlo veo las calles y la plaza de Zapotlán, veo mi barrio descrito por sus ojos. Al leerlo conozco las librerías de Argentina, las exclusivas y las de viejo; bebo el mejor vino en la Ciudad de México y en Guadalajara, conozco la mejor prosa de Ramón López Velarde y me presenta a los escritores que ha leído a lo largo de su vida. La escritura de Vicente Preciado Zacarías tiene una dirección clara: la literatura, pero no es una zona, un lugar o un destino de llegada, es un trayecto que está presente en cada uno de sus escritos. Hay acompañantes en ese recorrido, son sus temores, sus más íntimos miedos a la vida, a existir, a olvidar, a recordar y al último suspiro del ser. He percibido su inquietud de saber qué palabras se cruzan por la mente en el instante de la muerte, la “palabra sin edad”, y he notado su incertidumbre cuando se asoma el otoño y su asombro por mujeres otoñales. Hay un eco que siempre se evoca con nitidez: Juan José Arreola nos habla a través de la voz de mi maestro, es el estruendo cuando pisamos y cruje el piso, está a nuestro lado, nos ha puesto la mano en el hombro y nos sigue, somos nosotros quienes marcamos la ruta porque quiere que vayamos por nuestro propio camino, así es el hábito lector, cada quién lo alimenta con sus preferencias literarias, pero Vicente Preciado Zacarías tiene las mejores, las comparte con sus lectores y son el hálito que respiramos en cada uno de sus escritos.En alguno de sus breve-ensayos menciona un libro que Arreola le regaló en 1985 y del que postergó su lectura tan sólo veintitrés años, así son los libros, dice mi maestro, lo estaba reservando para un momento de “paz y sosiego” que no le había llegado en todo ese tiempo. Así me siento cuando leo a Vicente Preciado Zacarías, sin paz y sin sosiego; porque la lectura no es un paraíso en el que vamos a encontrar la tierra prometida, es más bien una especie de caverna a la que vamos a volver con los ojos vendados sosteniendo una vela que se puede apagar con el más tenue soplo de distracción, y digo volver porque la lectura es regresar al vientre materno y romper con lo ya establecido, es donde chocan nuestros aciertos y nuestras más férreas afirmaciones. Las palabras de mi maestro son ese “atávico impulso de sobrevivencia” para encontrar en los libros el significado mismo de la existencia humana. Leerlo es un viaje en espiral del que partimos desnudos, dejamos los ropajes y caminamos con una mano al frente cubriéndonos, al terminar de leerlo olvidamos el porqué era tan importante revestirnos, intuyendo tal vez que la mente desnuda es la razón de nuestra verdadera vergüenza.  

No puedo saber si existen dos secciones en los campos asfódelos y si en alguno de ellos encajaremos por nuestra mediocridad o por mesurada existencia. Tampoco puedo imaginar en dónde quedó la voz de mi maestro, su cuerpo ahora es limo, como el de mi padre, como el de Arreola. Así son los cuerpos, podrán diluirse en un suspiro, como el de cualquier ser vivo que pise esta tierra. Pero a diferencia de aquellos que se mueren, los escritores no lo hacen. Nos queda su literatura, nos quedan las palabras y tal vez la curiosidad de buscar el significado de aquellas que no conocemos y que taladran nuestra más escueta ignorancia. Espero algún día tener de cerca un asfódelo y un edelweiss, sostenerlos en mis manos. ¿Qué palabras me susurrará Vicente Preciado Zacarías mientras ambos depositamos nuestros ojos en ellas?

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