Año 16, Número 213.

Experiencia sobre el sismo del pasado 19 de septiembre

Imagen: Pixabay

Rosa Eugenia García Gómez

Este texto empieza con una idea que seguro es compartida por millones de mexicanos: otra vez tembló, otra vez en septiembre, otra vez el 19, otra vez minutos después de un simulacro, y aunque parecería que en estos temas ya nada nos puede sorprender, la naturaleza, un ser superior o en quien sea que ustedes tengan su fe puesta, no se cansa de darnos lecciones y guiños acerca del poder más allá de lo imaginable.
Tengo también la sensación de que ya escribí sobre esto, y sí claro, algo así sucedió en 2017 pasado, cuando no me podía creer que hubiera vuelto a temblar en México en la misma fecha. Por eso es que ese lunes, cuando estaba en pleno examen profesional de uno de mis egresados, que había empezado tarde por el simulacro en el que participamos con diligencia mis compañeros del jurado y el joven en proceso de defensa de su trabajo de titulación, de verdad me parecía onírico el mareo repentino, producto del movimiento oscilante bajo mi asiento.

La primera reacción fue incredulidad, que se disipó tan pronto aumentó el movimiento y llegó la conciencia del peligro. En un segundo que aún se siente eterno ya estábamos todos fuera del edificio del Laboratorio de Periodismo del CUSur y caminando hacia la zona que 30 minutos antes habíamos ocupado en el ensayo con hipótesis de sismo de 8.1 grados Richter –apenas cuatro décimas más del que ahora estábamos viviendo de 7.7–, pero en el traslado de caminata apresurada no pude evitar voltear hacia la monumental escalera de caracol y cual esposa de Job empecé a sentir que me volvía estatua de sal al presenciar cómo se desprendía el recubrimiento de la viga central del tercer piso. Nadie salió herido de gravedad. Alcancé a ver, no sin un dejo de angustia, a una colega profesora apoyada por otro docente para bajar las escaleras en medio de los jóvenes encarrerados.

Cientos de estudiantes, ellos y ellas alrededor asustados, y un impulso salió de mi garganta al unísono con otros académicos: “Vamos hacia los jardines” lejos de los edificios. A donde quiera que miraba había personas asustadas y aferradas a sus teléfonos celulares. La caída de la red saturada por la desesperación de tener noticias de otros seres queridos no ayudó a calmar los ánimos. Tenía que saber de mi familia. Descaminé mis pasos rumbo a la salida más cercana del centro universitario. En el retorno volví a ver a la colega que antes ayudaban a bajar, sentada en una gradas y siendo atendida de raspones en su rodilla izquierda. Mi desesperación por noticias de mis seres queridos aumentó.

Agradecí vivir tan cerca y poder trasladarme a pie. En las calles de Ciudad Guzmán ya empezaba a aumentar la tensión vial. Cuando llegué al fraccionamiento varias personas aún estaban afuera de sus viviendas, entre ellas una compañera que seguro pensó lo mismo que yo. Vi a la distancia a mi esposo afuera de casa y sentí el corazón que caía al piso cuando no alcanzaba mi rango de visión a percibir la presencia de mi hija menor. Caminé unos metros más, ya casi corriendo… y el alma volvió a ocupar el espacio vital invadido por la desesperación. Ahí estaba ella, el sismo la había sorprendido en la calle y su prudencia le aconsejó no entrar a la casa.

“Se cayeron unos cuadros y se rompieron tus cosas”, o algo así me dijo mi marido… Pero eso no importaba, los pedazos de cerámica y de cristal aún están guardados, esperando a que decida cómo las voy a conjuntar en una artesanía de recordatorio de lo poco que importan las cosas cuando las personas que amamos están a salvo.
Y ya medio curada del susto si aventuro a decir que creo que don Jaime Nunó tenía algo de pitoniso cuando escribió en el Himno Nacional “…Y retiemble en sus centros la tierra” porque los meses patrios, sí que han hecho gala de su premonición en las últimas décadas. ¡Ah, qué don Jaime!

rosa.garcia@cusur.udg.mx